Me
adentro, una vez más, en El proceso, de Franz Kafka, que en esta ocasión
leo en la traducción de Feliu Formosa (sobre la edición de Max Brod). Y me
vuelve, tan nítida como en mis años universitarios, la sensación de sofoco y de
malestar que las páginas del checo fomentan. Recordemos la levísima columna
vertebral del libro: Josef K. recibe la noticia de que se le ha abierto un
proceso y que, por tanto, se encuentra pendiente de la decisión de unos jueces,
que dictaminarán sobre su culpabilidad o su inocencia. Acaba de cumplir 30 años
y trabaja como apoderado en un banco, donde todo el mundo le augura un
estupendo porvenir. Pero ignora que menos de un año después (la víspera de su
trigésimo primer cumpleaños) todo habrá dado un vuelco en su vida, porque el
veredicto del alto tribunal será negativo y la condena será a muerte. Durante
las doscientas páginas que median entre un momento y otro, el lector es
golpeado por la angustia (una angustia similar a la que experimenta K.), dado
que en ningún instante se explica quién lo acusa, ni de qué lo acusa.
Acompañemos
al protagonista en los primeros tramos de la narración: “Alguien” (no deja de
ser significativo que esa sea la primera palabra de la novela) ha debido de calumniar
a Josef K. y, para su asombro, se presentan en la pensión donde vive dos
personas, identificadas como Franz y Willem, con la misión de comunicarle que
va a ser procesado. K. se queda pensativo (“¿Qué clase de gente eran?, ¿de qué
hablaban?, ¿de qué autoridad dependían? K. vivía aún en un Estado de Derecho,
reinaba una paz general, todas las leyes se mantenían vigentes. ¿Quién se
atrevía a asaltarle en su propio domicilio”, cap.I). A partir de ahí, la madeja
de la zozobra y de la inquietud no hace sino enredarse y enredarse: acude al
sitio en el que presuntamente tiene que prestar declaración (un lugar más bien
tenebroso, donde muchos otros procesados esperan ser escuchados); recibe la
visita de su tío Karl (quien, enterado de la situación, lo pone en manos de su
amigo, el abogado Huld); conoce a personas que llevan un lustro en su misma
situación (como el comerciante Block); es derivado hacia Titorelli, un pintor
bohemio que, con la excusa de servirle como ayuda, le endosa algunos de sus
deleznables cuadros… Todo a su alrededor comienza a tambalearse y a adquirir
perfiles de rareza, hasta convertirse en una situación que Josef K.,
curiosamente, va admitiendo de forma casi feble, como si él mismo admitiera la
paulatina solidificación de la irregularidad. En lugar de preguntarse por lo
“lógico” (quién lo acusa y de qué), Josef se adhiere al absurdo y se enzarza en
diálogos y consideraciones que, para un lector apolíneo, pueden convertirse en
exasperantes.
En
esas condiciones cenagosas no hay modo de defenderse (ni parece tener sentido
intentarlo: la maquinaria procesal es tan implacable como incognoscible), así
que cuando los dos esbirros acuden hasta su casa el protagonista de la
pesadilla no se inmuta (“Quieren acabar conmigo gastando lo menos posible”); y
lo acompañan hasta un descampado, donde terminan con su respiración de un modo
casi bíblico.
Una
novela terrible, asfixiante y premonitoria sobre la pequeñez del individuo y
sobre la brutalidad del Estado omnipotente, que te anima a considerarte
culpable aunque ignores la naturaleza o las dimensiones de tu infracción.
Imprescindible.
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