Me dejo seducir durante unas horas por los Lais, de María de Francia, que abordo en
la traducción de Luis Alberto de Cuenca (Acantilado). Y es que algunas veces
apetece desconectar de la actualidad, de las complejidades del presente, y
sumergirse en ingenuas historias del pasado. Para esa función me han servido
maravillosamente estos relatos, que son unos cuentecillos medievales narrados
con gracia y con sencillez, donde los tópicos de la época (el elegante
caballero gallardo, airoso y lleno de virtudes; la dama purísima, cuyos ojos
son siempre el espejo de un alma intachable; los amores secretos, que conviene
resguardar de las miradas ajenas) se deslizan ante los ojos de una manera
suave. En suma, unas horas de lectura ingenua y llena de encanto, que se
agradece como beber un buen trago de agua fría en verano.
Y una frase que subrayo y que transcribo aquí: “El que ha
recibido los dones divinos de ciencia y elocuencia no debe quedarse callado ni
esconderse”.
Sé que releeré este libro dentro de unos años.
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