Me doy un agradable paseo por la obra Los libros errantes, de Felipe Benítez Reyes, que está compuesto
por unas páginas estupendas en las que comenta su amor (nacido en la
adolescencia y luego ampliado) por la lectura. Una magnífica invitación para
que los más jóvenes comprendan el aliento transformador que la literatura puede
introducir en nosotros; y que contiene además dos anécdotas de orden histórico
que no conocía. La primera tiene como protagonista a Eratóstenes, bibliotecario
de Alejandría, que se dejó morir de hambre al darse cuenta de que ya no podía
leer. La segunda prefiero transcribirla con las palabras exactas del autor: “El
banquero inglés Henry Hurth, por ejemplo, reunió una formidable biblioteca que
luego fue subastada en Londres; a esa subasta acudió un joven rico y
bibliófilo, el norteamericano Harry Elkins Widenor, que, al regresar con sus
adquisiciones a los Estados Unidos, tuvo la mala ocurrencia de embarcarse en un
barco recién bautizado con el nombre de Titanic”
(p.34).
Un libro en el que se nos habla de períodos literarios (“El
Romanticismo vino a ser una especie de adolescencia estética practicada por
adultos”), del inabarcable placer de la lectura (“El lector padece el vértigo
de la infinitud: cuanto más lee, más le queda por leer”) y de otras maravillas.
Muy recomendable.
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