Un libro utópico de
Tomás Campanella, que se titula La ciudad
del Sol, y que traduce Emilio G. Estébanez (Mondadori, Madrid, 1988). Se
lee en una tarde, dada su brevedad, y contiene risibles y abundantes
extravagancias sobre una presunta ciudad ideal. Quizá debería mostrarme más
mesurado y circunspecto, habida cuenta del prestigio que en ocasiones otorga el
paso de los siglos, pero es lo que hay: este proyecto de Campanella sólo es una
tontuna más, en el largo ciclo de tontunas dirigistas que ha salpicado la
historia de la cultura. Me chocan todos estos intentos “intelectuales” por
dibujar una sociedad perfecta, pues todos incurren en el mecanicismo
(todo-siempre-igual), en el feroz ordenancismo libremente asumido, en la falta
de excepciones, de albures y de voliciones, etc. Una chapucilla de laboratorio,
vaya.
Campanella nos
habla de una ciudad sin propiedad privada, con niños que van descalzos para
fortalecerse, que se dedican a aprender todas las artes y oficios, donde los
médicos dicen qué se debe comer, donde hasta la edad mínima para el sexo o la
ingestión de vino está regulada, donde la guerra es terapéutica, donde no hay
catarros ni flato (y está muy mal visto escupir) y donde se incinera todos los
cuerpos para evitar idolatrías. O sea, un texto que resulta imposible leer hoy
en día sin una risa de conmiseración, probablemente justa.
Queda interesante
cuando dice que “quien sabe una sola ciencia, no sabe bien ni ésa ni las otras”
y resulta una metáfora ordinaria cuando afirma que “el mar es el sudor de la
tierra”.
Altamente prescindible.
1 comentario:
Huy huy huy, lagarto lagarto, que a mí estas historias cada vez me recuerdan más a la realidad 🙂
Besitos 💋💋💋
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