No me canso de leer a algunos
escritores. No me canso de leer a Antonio Muñoz Molina. No me canso de leer a
Jorge Luis Borges o Julio Cortázar. No me canso de leer a Pablo Neruda. No me
canso de leer, tampoco, a Miguel Sánchez Robles. Lo admiro, degusto sus
páginas, atesoro sus libros como diamantes en mi biblioteca y, además, tengo el
maravilloso privilegio de gozar de su amistad. Ahora he tenido el placer de
acercarme hasta sus Treinta maneras de
mirar la lluvia, con el que obtuvo el premio internacional de poesía
Gabriel Celaya y que le han editado en San Sebastián, en un volumen tan sobrio
como bello.
En sus palabras encontramos, como
siempre ocurre en Miguel, un poder inaudito de lenguaje, unas definiciones
nebulosas pero exactísimas, de esas que el poeta esmalta como nadie, muñidor de
vocablos y emociones («La lluvia, ese sentimiento que se parece tanto a la
melancolía de existir, al desamparo dulce, a la ansiedad cumplida y a la
felicidad de estar triste o algo así»). Y con ese fastuoso poder de las
palabras, con esa insuperada capacidad lírica pero también visual, logra crear
unas diapositivas emocionales que perturban, porque están dibujadas con la
belleza de lo cotidiano («Me gusta la luz después de haber llovido. / Esta luz
de las tardes / veinte minutos antes del crepúsculo / sentado en las terrazas
de los bares / o en las plazas tranquilas con estatua»). Otras veces, la
tristeza se convierte en sus manos en una luz reveladora, una luz negra
encharcada de descubrimiento, que le permite esmaltar fórmulas demoledoras,
atroces, innegables («Esta guerra perdida es nuestra vida»); o en versos
inauditos, donde la sencillez está llena, explosivamente llena, de significados
(«Hace sol muy despacio. / Estoy solo en el mundo»). Y, como también es
frecuente en las páginas de Miguel Sánchez Robles, hay constantes juegos
verbales de contrapunto: es decir, uniones de dos versos que por separado
parecen hermosos pero que juntos provocan una eclosión demoledora, como de ojos
abiertos hasta el límite («Vivir es sobredosis. / ¿Por qué todo es mediocre?»).
Y, por encima de todo, Miguel Sánchez
Robles utiliza esa manera peculiar, única, inconfundible, de decir las cosas,
donde flotan la desesperanza, el ansia, la voluntad de luz, el zarpazo
ontológico y el grito callado de quien querría que la vida fuese azúcar y
música, exaltación y luz, pero que constata que es más bien acíbar, ocasiones
heridas por el gris y escalones manchados de fango.
Se ha dicho muchas veces que un poeta
(en el sentido amplio de artista, de creador de mundos) es, ante todo, una
mirada. Que las cosas del entorno simplemente están ahí, esperando ser
contempladas con los ojos adecuados de alguien que las sepa entender con la
brillantez y la profundidad requeridas y que sepa llevarlas al terreno estético
con palabras, notas musicales o colores. En ese orden de cosas, Miguel Sánchez
Robles es siempre un poeta porque dispone de una mirada, tanto cuando escribe
versos como cuando se ocupa de redactar cuentos, componer novelas o ultimar
ensayos. Y concretamente en este libro es más aún: es treinta miradas, treinta
observaciones, treinta modos de colocarse ante el mundo y decirlo. Adéntrense
ahora en el alma de este poeta colosal de la única forma posible: leyéndolo.
2 comentarios:
Habrá que hacerlo.
Muñidor de palabras y emociones. Eso es, sin duda.
Excelente tu comentario, Rubén.
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