miércoles, 16 de octubre de 2013

El doctor Fischer de Ginebra



¿Cuáles son los límites de la codicia humana? ¿Cuáles las fronteras que jamás se atrevería a cruzar uno por dignidad, por orgullo, por amor propio? ¿Estaríamos dispuestos a cualquier bajeza con tal de satisfacer nuestras ansias de riqueza? La pregunta se la plantea de forma narrativa Graham Greene en El doctor Fischer de Ginebra, una reflexión inquietante sobre las sentinas del espíritu humano… En sus páginas, compuestas por el maduro Alfred Jones (un hombre al que le falta una mano, traductor de cartas comerciales en una empresa suiza dedicada al chocolate y que estuvo casado con Anna-Luise, hija del doctor que da título a la obra), asistimos a un análisis terrible, que no deja a nadie indiferente. El enigmático doctor es un hombre que ha obtenido su millonaria fortuna gracias a un invento (un dentífrico) y que, misántropo y con un sentido del humor bastante perverso, organiza periódicamente fiestas en las que se rodea de una serie de personajes singulares: un antiguo militar que tiene fama de no haber participado nunca en una lucha, un actor de cine de trayectoria más bien mediocre, una viuda empalagosa, un hombre con la espalda deformada por una enfermedad… Todos ellos tienen un elemento común: les vence el amor por el lujo y la riqueza. Y Fischer, que se ha propuesto demostrar (y demostrarse) que todos tenemos un precio y que basta estar dispuesto a pagarlo para sumir al prójimo en la indignidad, organiza con ellos unos experimentos donde la ironía, la sociología y la náusea caminan de la mano. Todos están invitados a sumarse a sus fiestas, y en ellas tendrán que aceptar sin réplica las humillaciones que el doctor Fischer tenga a bien dispensarles: se burlará de sus deformaciones, de su cobardía, de su comportamiento; pondrá en sus platos comida asquerosa que, no obstante, deberán comer sin protesta (porridge frío, por ejemplo); será desdeñoso y cruel con ellos… Nadie deberá enfadarse, nadie deberá contestar, nadie deberá defenderse. Y el premio, cuando la velada concluya, será un regalo espléndido que el doctor pondrá en sus manos: un objeto de oro, un presente de inmenso valor, una joya. Como telón de fondo, dos historias de amor que no van a concluir de un modo agradable: la de Steiner con la esposa de Fischer y la de Jones con la hija del mismo.
En ese esquema horrendo, que nadie vulnera y nadie cuestiona, se introduce como chirrido inesperado el narrador protagonista, Alfred Jones, un cincuentón que acaba de casarse con la hija veinteañera del doctor Fischer y que, perplejo, se niega a participar en estas esperpénticas reuniones. Pero todo se confabulará para que termine sumándose, aunque sea como testigo, a una de ellas. Desde ese instante, el mecanismo lo atrapará, con consecuencias tan llamativas como reveladoras, que le sirven a Graham Greene para poner ante nuestros ojos los entresijos del alma humana, donde la luz y el cieno conviven.

Escrito con una prosa limpia, diáfana, sin complicaciones retóricas, El doctor Fischer de Ginebra nos habla del amor, de la dignidad, de la rectitud, pero también de la perversión y del peligro de los límites. Al final, resulta ser una novela grata, turbadora y excelente, que nos hace mirar y mirarnos. ¿Qué papel jugaría yo en ese esquema (terminas por preguntarte, aunque no quieras)? ¿Sería Kips, sería Belmont, sería Montgomery, sería Dean? ¿O tal vez sería Jones, Fischer o Steiner? La respuesta no es fácil. Las respuestas nunca son fáciles. Léanla y lo comprobarán.

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