El primer punto que quiero dejar
asentado acerca de este libro es que se trata de una obra hermosa. Así de
simple. Éste es un hermoso libro: destila belleza, rezuma suavidad y empapa con
su tempo despacioso, tenue, bien
pautado. Ahora después aportaré más detalles, por si son tan amables de seguir
leyendo, pero esa condición básica de delicia
que les comento es anterior o superior a todas las cirugías menores que yo
pudiera realizar sobre él. El libro mismo es calma, inteligencia y sensibilidad.
Durante un año, María del Amor Olmos fue anotando en su particular cuaderno de
navegación las imágenes que la asaltaban, las reflexiones que construía, las
personas con las que se cruzada y las enseñanzas (sensoriales e intelectuales)
que la vida la iba deparando.
Un dietario, de sobra se sabe por los
antecedentes conocidos, es un cajón virginal y acogedor donde puede depositarse
cualquier cosa: desde una piedra embarrada hasta un diamante. Jorge Luis Borges,
con su habitual perspicacia poética, afirmó una vez que todo escritor se dedica
durante su vida a escribir sobre héroes, flores, relojes, tigres, mapas,
océanos, heridas, amaneceres, lágrimas, escombros y hogueras. Y que sólo al
final se acaba descubriendo que toda esa enumeración caótica dibuja la imagen
de su cara. No es metáfora baladí. Viene a explicarnos que todos los temas del
escritor, todos sus escenarios, todos sus personajes, todas sus miradas conforman el caligrama secreto
de su espíritu. María del Amor Olmos también se suma a esa interesante idea
concibiendo una bitácora («Quien lo lea le ponga nombre», p.137) que se
extiende durante un año exacto, de otoño a otoño. A lo largo del volumen se van
sucediendo las marcas temporales que sitúan de forma conveniente al lector
(Nochevieja, capítulo XXXV; primeros de febrero, capítulo XLII; finales de
marzo, capítulo LV; segunda quincena de agosto, capítulo XC; etc), pero la
autora se preocupa igualmente de que la textura temática, sus matices, sus
colores fijen esa cronología, que no
se detiene en lo meramente nominal. Del mismo modo se preocupa a la hora de
establecer las condiciones topográficas del texto, que giran casi siempre
alrededor de un eje murciano (de Murcia capital): la plaza de santa Eulalia, el
mercado de san Lorenzo, el teatro de Julián Romea, la calle de Trapería, el
Malecón, la avenida del teniente Flomesta... Para no caer en el reduccionismo
provinciano nos da cuenta también de sus viajes a Madrid (capítulo VI),
Andalucía (capítulo XIV) o Praga (capítulo LXXXIV).
¿Y qué es lo que ve María del Amor
Olmos? ¿De qué nos habla en este fino prontuario de diapositivas? Lo cierto es
que de muchas cosas; y muy variadas. Componen este tomo docenas de impactos emocionales, que la escritora
recibe y traslada meticulosamente al papel: la visión de la torre de la
catedral, el espectáculo invisible de
la gente que pasea, los mendigos que suplican un auxilio, el peculiar e
inquietante ruido de las cañerías de una casa, los piropos de un anciano
gentil, la lección moral silenciosa de un chico en silla de ruedas, la prosa de
Azorín, un concierto que la subyugó, el desgaste paulatino que sufren en
nuestra vida las grandes palabras... La escritora murciana se convierte en una
especie de imán, en un termómetro, en un microscopio, en un espejo que camina
por el mundo, en una esponja que se empapa, orteguianamente, de sus
circunstancias. Y luego, una vez que todo ha pasado ante sus ojos y ha viajado
hacia el interior de su corazón, lo pone en el papel. Eso es Retazos de los días. En el capítulo
CXXVI, cuando el libro está llegando a sus últimos mensajes, María del Amor
Olmos anota estas dos líneas reveladoras bajo el título En blanco: «Hay que salir de sí. Siempre. Todo está afuera.
Adentro, llevar sólo una gran tela blanca». Y aunque es probable que más de un
lector no esté de acuerdo con ese aforismo (hay quien opina que todo está
dentro de nosotros, y que la auténtica sabiduría consiste en escarbar y
descubrirlo), no deja de ser un interesante argumento para la reflexión.
Déjense seducir por las estampas que María del Amor Olmos, que seguro que les
depararán felices ratos de lectura.
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