Lo difícil de las antologías de
relatos, a la hora de elaborar reseñas, consiste en elegir qué historias y
ángulos del volumen han de ser extraídos, diseccionados y expuestos; cuáles
subrayar e iluminar, en fin, ante los ojos de los lectores. Por regla común,
suele haber entre todos ellos tres o cuatro propuestas notables y una porción
numerosa (a veces, ay, muy numerosa) de metralla, sobre la que se pasa
respetuosamente y de puntillas, silbando con disimulo. Nadie merece el desdén tras
haber concebido y redactado una historia, pero el talento —se ha dicho mil
veces, y es verdad— no es democrático. Se manifiesta de modo selectivo: a
veces, con arbitrariedad; a veces, con tintes crueles. De ahí que suela rehuir
este tipo de obras, como es lógico.
Pero de vez en cuando aparecen felices
excepciones, en las que da gusto sumergirse, bucear y sacar a la luz las
bellezas que uno ha hallado (como diría Pedro Salinas) en su fondo
preciosísimo. Es el caso de No me cuentes
cuentos, el más reciente volumen publicado por el colectivo La Molineta.
Durante 96 páginas nos vemos seducidos por las veinte historias que allí se
alinean y que abordan temas variados, se sirven de estrategias narrativas
diferentes y acuden a sorpresas estilísticas de poliédrico tono y feliz
ejecución. Hablar de todas en el reducido marco de esta reseña resulta
imposible, pero quisiera dejar claro que no hay un solo relato desdeñable en
esta recopilación, lo cual dice mucho del nivel de sus participantes y de la
exigencia que se impone el grupo a la hora de publicar... Al humor acuden Pablo
Molero (para mostrarnos cómo un seductor de barra puede quedar confundido y
finalmente abochornado por un escorzo inoportuno), Giuseppe Poli (quien nos
desgrana la excitante aventura que tiene como protagonista a un treintañero que
acude a un local comercial chino), Fulgencio García (que nos muestra los
anonadantes extremos en los que puede incurrir un enamorado que desea demostrar
el alcance inaudito de su pasión por una mujer) o Paco López Mengual (cuya
narración Once pollitos añade además
la tristeza, la ternura y el surrealismo, para construir un texto memorable)...
Sobre el amor se aplicarán en sus páginas Pablo de Aguilar (que nos hablará de
la espera, de la ilusión, de la frustración y de tibias recompensas secretas),
Ignacio Flórez (una deliciosa propuesta que se inicia en la Francia de finales
del XVIII y concluye en la Norteamérica de comienzo del XIX) o Julia R. Robles
(sobre los sentimientos ocultos de una mujer atractiva, que termina derramando
lágrimas insospechadas)... De la enfermedad se ocupan María Teresa Soriano
(adentrándose en el peliagudo y actualísimo tema de la anorexia nerviosa) o
Carmina Martínez Maricó (que nos muestra la cara más humana de la solidaridad,
en una historia donde los tapones de plástico adquieren protagonismo).
Sumemos a todo esto, que ya sería
impresionante por sí solo, el lirismo enigmático y magnético de Juan de Dios
Sáez (Amores prohibidos (3)); las
pinceladas de mafia, sexo y fatalismo que nos suministra Berta Höpfner (Un bourbon, por favor); las reflexiones
estáticas de una mujer ideada por Pedro Brotini, que medita sobre el amor, la
soledad y la vida (Dignidad); la
trepidante lucha entre un jabeque moro y una goleta cristiana, que Elías Meana
ambienta en 1779 (¡Piratas!); el
espíritu calderoniano que impregna las líneas de Manuel Moyano (Un hombre que se parecía a Clark Gable);
o, por no extenderme más, el hálito cinematográfico que inunda las estupendas
historias de Santa Cruz García Piqueras (Médium)
y Rafael Rabadán (Solo).
Quedan, no obstante, más autores y más
cuentos en este libro. No he querido agotar sus virtudes porque, sin duda
posible, esa tarea corresponde a las personas que tengan la brillante idea de
hacerse con este libro y leerlo. Estas Historias
para niños grandes (así reza el subtítulo del volumen) no defraudan ni
ofrecen bisutería. Por el contrario, suministran un caudal asombroso de alta
joyería, que embriagará tanto a los lectores que ya conozcan a algunos de los
escritores implicados como a quienes se acerquen a ellos por vez primera. Si el
movimiento se demuestra andando, la lectura se demuestra leyendo. Les aseguro
que me van a agradecer el consejo.
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