Desde hace tiempo, leo la poesía de
Fulgencio Martínez con un respeto y una reverencia indesmayables, quizá porque
advierto en sus versos los fulgores de un estilo otro, de una arquitectura interna que se diferencia ostensiblemente
de los demás poetas a quienes frecuento. No se trata, desde luego, de una
situación de superioridad o de inferioridad, sino de distinción. Cualquier poema de Fulgencio establece su propio canon
e inunda la mente del lector con su particular cadencia interna de ritmos y
propuestas filosóficas. En esta Prueba de
sabor, que nos llega de la mano de la editorial sevillana Renacimiento, el
poeta comienza su obra (madurísima ya) planteándose no sólo la noción de los
límites, sino también la noción de ‘utilidad’ de su mensaje lírico (“¿Puede lo
que uno escribe / servir de alguna ayuda / en un tiempo de emergencia social?”,
p.16). Y, a continuación, se dispone a desentumecer nuestra inteligencia con
una serie de sentencias hondas, en las que podríamos detenernos a reflexionar
durante horas... o quizá durante toda nuestra vida (“Lo pequeño es infinito /
si encontramos la medida del deseo”, p.25). Pero tampoco renuncia, como es
habitual en sus páginas, a las emociones más dulces y tibias, como cuando nos
acerca la imagen de un anciano que arroja migas a los pajarillos (p.24). Tales
condiciones (la densidad filosófica, la ternura lírica) no impiden que, en
ocasiones, el poeta se adentre por otros senderos menos habituales, como en ese
texto que titula Ecopoema para pedir la
abolición de la esclavitud silenciosa de nuestros días, donde se pregunta
si la cola del paro no es un tema lo suficientemente preocupante como para que
los poetas se dediquen a su análisis. O que nos revele sus filiaciones intelectuales
en medio de un poema, con un mecanismo tan chocante como creativo en el aspecto
léxico (“Este místico blasotear, unamuniar, / pascalear, kierkegaardear...”,
p.91). Y es que ése es otro de los aspectos que hacen brillante y luminoso este
libro: Fulgencio Martínez no se limita a poetizar sus ideas con suavidad o con música,
como hacen otros poetas, sino que establece un auténtico, encarnizado combate
con la materia verbal: emplea encabalgamientos abruptos, se muscula mediante metáforas
intrépidas, fuerza adjetivaciones singulares... De tal suerte que los lectores
tienen que estar pendientes de cada sustantivo, de cada giro, de cada jeribeque
sintáctico, porque suele haber una intención oculta detrás de esos juegos. Lo
he dicho alguna vez con respecto a la obra de Fulgencio Martínez y vuelvo a
repetirlo: se lee esta poesía con la concentración de estar adentrándose en un
texto sagrado, complejo, lleno de inteligentes sustancias interiores. No se puede
viajar por estos versos sin proveerse de bombonas de oxígeno, porque la
inmersión es larga y nos agotará los pulmones (o porque la ascensión es ardua y
fatigará nuestras reservas de aire, como prefieran). Leer al poeta Fulgencio
Martínez (1960) implica lentitud, paciencia, reflexión. Hay que actuar como un
sumiller: tomar el poema, acercarlo a los ojos (y a la inteligencia); saborear
con los labios, con la lengua, con el paladar; percibir el aroma, destilar
esencias... Fundirse con el objeto poético y tratar de entender las mil luces
que nos acechan en su interior. A veces, con tono de Jorge Guillén; a veces,
con esquirlas de E. M. Cioran. Saldrán exhaustos de ella quienes lo intenten.
Saldrán enriquecidos.
1 comentario:
Lo de la cola del paro...tema complicado. La lírica y sus preguntas.
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