Dentro
de las prerrogativas del creador literario se encuentra, obviamente (y en
primer término), la libertad. Es decir, la potestad que lo autoriza para crear
mundos, esculpir personajes y diseñar la acción de la obra, sin más
limitaciones que las que sugiera su sentido común o tolere su albedrío. Pero
cuando aborda un relato que quiere ser una biografía la situación admite menos
maniobras: por ejemplo, es dudoso que ese mismo creador esté autorizado para
poner en boca del protagonista lo que él cree o intuye que pudo ser su pensamiento.
Resulta admisible, claro está, la suposición, pero no la afirmación tajante y
espuria, que no se antoja pertinente. Aportaré un ejemplo. Es bien conocida la
tendencia a los desafueros verbales y físicos que Rubén Darío desplegaba sobre
su pareja y la hija común (Francisca y María). De hecho, Gibson lo corrobora en
primera persona en la página 220 de este libro: “Tenían que escuchar los peores
insultos, e incluso, a veces, padecer mis agresiones”. ¿En qué medida es
entonces lícito que, a título “deductivo” o higiénico, Darío reconozca que se
equivocó, y declare que las mujeres son iguales a los hombres, y que deben ser
siempre respetadas? ¿No implica ese ejercicio de ventriloquía un exceso
difícilmente asumible? Si estuviera modulado por la duda (“quizá no supe ver…
tal vez erré… es posible que no me diera cuenta de…”), el procedimiento
resultaría menos artificial y hasta más verosímil. Pero la línea que sigue
Gibson consiste en un blanqueamiento de todas las zonas oscuras del vate
(traiciones a amigos, violencia misógina, alcoholismo, infidelidad, escritura
de versos de exaltación para el dictador Estrada Cabrera) mediante un
“arrepentimiento” del nicaragüense, quien habla con la voz de Ian Gibson.
Supongo que me estoy explicando.
Al
margen de esa crítica (que no me privo de manifestar, pese a mi admiración
absoluta por ambos, Darío y Gibson), el libro es magnífico y nos permite
conocer detalles muy interesantes sobre la vida de uno de los reyes de la poesía:
que su primera maestra se llamaba Jacoba Tellería; que Juan Ramón Jiménez
siempre insistió para que Rubén abandonase la bebida; que durante su vida mantuvo
contactos con Marcelino Menéndez y Pelayo (“Fue para mí un enorme estímulo”),
con Emilio Castelar (“Conocerle fue uno de los grandes privilegios de mi
vida”), con José Zorrilla (“Estaba en presencia de un mito”), con Verlaine
(“Pocas veces había nacido de vientre de mujer un ser que llevara sobre sus
hombros igual peso de dolor. Pocas veces había mordido cerebro humano con más
furia y ponzoña la serpiente del Sexo. El deseo le tenía aprisionado,
encarcelado, esclavizado. ¿Hijo de Pan? ¡Era Pan mismo!”), con Valle-Inclán
(“Sus libros solían tener una sólida base en la realidad, realidad transformada
por el poder de la imaginación. Sólo quien tiene el deus puede hacer
eso. Y, más que tenerlo, Valle-Inclán vivía poseído por él”), con Emilia Pardo
Bazán (“Sin duda alguna la mujer más culta de España”), con Alejandro Sawa, con
los hermanos Machado y con otros importantes escritores y políticos; o que
experimentó en los años últimos de su vida un gran interés por el espiritismo y
los fenómenos extrasensoriales. Este último detalle sirve a Ian Gibson para
desplegar un simpático recurso. En cierta ocasión, el célebre ocultista Papus
predijo a Rubén Darío que ambos iban a morir el mismo año y que, desde el Más
Allá, el nicaragüense dictaría sus memorias a un discípulo. Por supuesto (la
sonrisa pícara de Gibson es evidente), se trata de este libro.
A pesar del error de enfoque que me parece advertir en ese “blanqueamiento” que he explicado al empezar la reseña, me ha gustado muchísimo leer esta obra: he aprendido, he recordado poemas de Darío y me he podido reencontrar con uno de los hispanistas más reputados del mundo. Chapeau.
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