Nuestro destino es siempre (y aunque resulte
perogrullesco conviene recordarlo) un enigma. Podemos concebir la ilusión de
que resultará halagüeño o lamentar anticipadamente su rumbo aciago, pero un
giro imprevisto, un punto de inflexión, modificará o perturbará, si así lo
quieren las circunstancias, su coda. Es lo que ocurre al monarca Luis II de
Baviera, otrora hermoso y respetado, amigo y protector de Richard Wagner, quien
en la actualidad de la novela se encuentra recluido en el castillo de Berg. Las
ventanas sufren la ignominia de los barrotes y el propio aspecto físico del rey
(maltratado por los kilos, perdida buena parte de su dentadura y con el cabello
descuidado) se amolda a una imagen de decadencia que los médicos han
perfeccionado dictaminándole un cuadro clínico de paranoia.
Por su bien (y para no estorbar en los intereses
sucesorios de su tío, el príncipe Luitpold), se ha convertido en un prisionero.
Pero él no está dispuesto a acatar con rabia esta situación. Al contrario. Para
convencer a sus carceleros del error en que viven el monarca decide comportarse
con impecable dignidad, aunque sus desvaríos resulten a la postre demasiado
notables como para ser ignorados: habla solo y gesticula con furia; se dirige
en voz alta a Dios (“¡Escucha, mi mayor deseo es ser extinguido! ¡Escúchame,
Señor, yo clamo por la aniquilación!”, p.37); no tiene ningún problema en
recordar sus inclinaciones homosexuales, de las que manifiesta su voluntad de
apartarse (“Con mis enormes, abominables pecados estoy completamente solo, o
sólo tengo a Dios por testigo, y desde luego a quienes han sido mis compañeros
en tan perverso juego... Por lo demás, prométome con toda seriedad que a partir
de ahora he de oponer resistencia a las inclinaciones diabólicas”, p.42); e
incluso hace partícipe a uno de sus consejeros de ciertas ideas políticas que
resultan cuando menos paradójicas en sus labios (“La república es la forma del
Estado hacia la que marcha nuestra época [...]. Los monarcas somos propiamente
anacronismos andantes”, p.63).
Abandonado por Wagner, incomprendido por sus
amantes y reconfortado por la única amistad cierta de la emperatriz austríaca
Elisabeth, Luis II sabe que los cisnes deben morir en un escenario adecuado, de
belleza terrible. Y toma una decisión.
Klaus Mann, segundo hijo de Thomas Mann, nos
muestra en estas exquisitas páginas (que traduce Norberto Silvetti para la
editorial Sur) unas maneras líricas y novelísticas de primer orden, que merecen
el aplauso del lector.
1 comentario:
No he leido esta novela del autor, creo que la primera obra suya que lei fue Huida al norte, recuerdo también Alexander y La danza piadosa, y como no Mephisto, todas recomendadas por una de mis antiguas profesoras.
Me has puesto los dientes largos con tu reseña, que lo sepas xiquet! Jejeje.
Un beso.
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