miércoles, 12 de abril de 2017

La muerte del cisne



Nuestro destino es siempre (y aunque resulte perogrullesco conviene recordarlo) un enigma. Podemos concebir la ilusión de que resultará halagüeño o lamentar anticipadamente su rumbo aciago, pero un giro imprevisto, un punto de inflexión, modificará o perturbará, si así lo quieren las circunstancias, su coda. Es lo que ocurre al monarca Luis II de Baviera, otrora hermoso y respetado, amigo y protector de Richard Wagner, quien en la actualidad de la novela se encuentra recluido en el castillo de Berg. Las ventanas sufren la ignominia de los barrotes y el propio aspecto físico del rey (maltratado por los kilos, perdida buena parte de su dentadura y con el cabello descuidado) se amolda a una imagen de decadencia que los médicos han perfeccionado dictaminándole un cuadro clínico de paranoia.
Por su bien (y para no estorbar en los intereses sucesorios de su tío, el príncipe Luitpold), se ha convertido en un prisionero. Pero él no está dispuesto a acatar con rabia esta situación. Al contrario. Para convencer a sus carceleros del error en que viven el monarca decide comportarse con impecable dignidad, aunque sus desvaríos resulten a la postre demasiado notables como para ser ignorados: habla solo y gesticula con furia; se dirige en voz alta a Dios (“¡Escucha, mi mayor deseo es ser extinguido! ¡Escúchame, Señor, yo clamo por la aniquilación!”, p.37); no tiene ningún problema en recordar sus inclinaciones homosexuales, de las que manifiesta su voluntad de apartarse (“Con mis enormes, abominables pecados estoy completamente solo, o sólo tengo a Dios por testigo, y desde luego a quienes han sido mis compañeros en tan perverso juego... Por lo demás, prométome con toda seriedad que a partir de ahora he de oponer resistencia a las inclinaciones diabólicas”, p.42); e incluso hace partícipe a uno de sus consejeros de ciertas ideas políticas que resultan cuando menos paradójicas en sus labios (“La república es la forma del Estado hacia la que marcha nuestra época [...]. Los monarcas somos propiamente anacronismos andantes”, p.63).
Abandonado por Wagner, incomprendido por sus amantes y reconfortado por la única amistad cierta de la emperatriz austríaca Elisabeth, Luis II sabe que los cisnes deben morir en un escenario adecuado, de belleza terrible. Y toma una decisión.

Klaus Mann, segundo hijo de Thomas Mann, nos muestra en estas exquisitas páginas (que traduce Norberto Silvetti para la editorial Sur) unas maneras líricas y novelísticas de primer orden, que merecen el aplauso del lector.

1 comentario:

La Pelipequirroja del Gato Trotero dijo...

No he leido esta novela del autor, creo que la primera obra suya que lei fue Huida al norte, recuerdo también Alexander y La danza piadosa, y como no Mephisto, todas recomendadas por una de mis antiguas profesoras.
Me has puesto los dientes largos con tu reseña, que lo sepas xiquet! Jejeje.

Un beso.