sábado, 28 de septiembre de 2013

La caricia del escorpión



Hay fábulas que, por su trasfondo ideológico, resultan destructoras; y que, lejos de la moraleja educativa que de estos productos suele esperarse, nos traen la angustia, la desazón y la desconfianza. Una de ellas (quizá la más terrible de cuantas se hayan escrito nunca) tiene como protagonistas a un escorpión y a una rana. Y el argumento, a fuerza de simple, es macabro. El escorpión necesitaba cruzar al otro lado del río y, como ignoraba la forma de conseguir su propósito, le pidió ayuda a la rana, puesto que él no sabía nadar. La rana (creo que será innecesario subrayarlo) se asustó mucho con aquella petición: ¿y si el escorpión le picaba durante el trayecto? Pero éste replicó con una sonrisa: “Eso es imposible. Ten en cuenta, querida amiga, que si hiciera eso nos ahogaríamos los dos”. La rana, aunque temerosa, quedó convencida por la fuerza inapelable de dicha réplica, y aceptó cargar con el arácnido. Pero cuando se encontraban ya a mitad de río, el escorpión sintió la necesidad de picar a su montura; y lo hizo, hundiéndose ambos en las profundidades. Había actuado la voz de la sangre, que impedía al alacrán a fulminar a sus enemigos con la potencia de su veneno. Moraleja: nadie puede ir contra su propio ser, porque los instintos terminan aflorando.
Esto le ocurre también al protagonista de esta narración, Juan Filolao, un hombre que se define a sí mismo como “medio autista” y que buscó en las matemáticas su especialísima visión del orden universal. El mundo siempre le ha parecido caótico, desagradable, repulsivo. Y sólo en las ideas sublimes de Pitágoras ha visto la luz y la constitución de una cierta paz armónica. Juan es consciente de ser un “bicho raro”, un marginal del espíritu, un inadaptado. Y no parece que estas certidumbres lo acongojen mucho. Él pasa por la vida como quien espera un tren diferente al que esperan el resto de los seres humanos. De hecho, y para que nos hagamos una idea más completa de este densísimo personaje, Juan Filolao afirma que trabaja como profesor de secundaria sólo porque debe ganarse la vida de alguna manera (el contacto diario con sus alumnos y con los compañeros y compañeras de trabajo se le hace penoso, como constata en el capítulo XI). Y lo mismo podríamos decir del amor. Juan afirma que convive con Candela por rutina (al principio) y por interés (más adelante): quiere descubrir tan sólo si la soledad compartida sirve como mitigación para los dolores de la existencia, como un bálsamo que le haga más soportable el tránsito por el mundo. Pero nada más. No cobija otras esperanzas, ni tampoco otros más románticos sueños. En el colmo del pragmatismo descreído, el personaje dice que “el enamoramiento es, ante todo, una creencia”. Y para ratificárselo a sí mismo (y también para paliar los fracasos sexuales que tiene con Candela), termina obsesionándose con una prostituta, que le da placer y conversación durante muchas noches, sin pedirle nada a cambio (esta prostituta se llama, con un humorismo nominal francamente dudoso, Auxiliadora; y es murciana). Sólo arrostrando esos infiernos parciales de su trabajo y de su matrimonio, Juan se purificará para ver si consigue llegar a la casilla final de la rayuela, a la respuesta que tan agónicamente busca y que quizá le otorgue la paz.

Como cierre, podemos concluir que Ignacio García-Valiño (Zaragoza, 1968) supo redactar aquí una novela intensa, digna y muy bien cuajada, con la que mereció ser finalista del premio Nadal de 1998, inaugurando una trayectoria que después, lamentablemente, no ha tenido excesiva continuación.

2 comentarios:

Ana Blasfuemia dijo...

Me atrae el personaje que no puede resistirse a sí mismo.

Gracias y un saludo!

supersalvajuan dijo...

Ese tren que pasa...