Si el oceánico Pablo Neruda nos regaló, con carácter
póstumo, muchos libros de poesía, también Matilde Urrutia, la asombrosa mujer
que compartió las últimas dos décadas de su vida, nos entregó, doce años después
de su muerte, un volumen acerca del más universal de los poetas del siglo XX.
En él, mezclando con sabiduría la ternura, el
compromiso político, la nostalgia y la sinceridad, nos va revelando al Pablo
Neruda más íntimo, a ese Neruda al que sólo ella tuvo el privilegio de conocer
desde la convivencia diaria y desde el diario amor. Así, nos cuenta cómo Pablo
decidió casarse con ella en la isla de Capri, utilizando a la luna como
sacerdote de la ceremonia; o nos refiere con delicadeza el modo en que éste fue
rellenando la monumental casa de Isla Negra con objetos y recuerdos de todo el
mundo; o cómo Pablo solía llenar las paredes con frases recortadas en cartulina,
diciendo Te amo, Matilde. Y también,
porque el dolor es siempre el reverso de la medalla, nos comunica los instantes
de angustia, los momentos de separación, y sobre todo los agónicos días que
siguieron al golpe de Estado que, en 1973, acabó con la vida del presidente
constitucional Salvador Allende, amigo de Pablo. “Yo no me iré de Chile, yo aquí
correré mi suerte. Éste es nuestro país y éste es mi sitio”, le dijo a Matilde,
cuando el gobierno mexicano les ofreció salir del país con su ayuda. Pero quizá
la escena más dolorosa del libro sobreviene cuando su viuda nos relata cómo
Pablo se desgarró el pijama, anegado por el llanto, cuando supo de los
fusilamientos masivos en su país, justo después del golpe de Pinochet.
Matilde Urrutia manifiesta, como uno de los ejes de
su obra, que no debe concederse a los asesinos y torturadores chilenos el
beneficio de la indulgencia (“Lucho por borrar los peores recuerdos de esos
años, pero éstos se han quedado en mi memoria como tatuados y afloran sin
cesar, quizá para que no olvide. No hay que olvidar”), pero no es esto lo
principal del libro, desde luego. Ella sabía bien (y así lo manifiesta en
repetidas ocasiones en este tomo) que Neruda amaba sobre todo la alegría, el
esplendor de la felicidad; Matilde nos cuenta muchas veces cómo Pablo convertía
todo en una fiesta de los sentidos, en un carnaval de risas y de bromas, y por
eso el tono general de este libro de memorias resuena con los frescos
estallidos de las carcajadas comunes: carcajadas por vivir, por estar juntos,
por habitar la luz; carcajadas por la felicidad y por los contratiempos, por la
adversidad y por la dicha. La misma autora lo reconoce, con palabras que no
conviene olvidar: “Siempre he dicho que conocí la vida perfecta y, si existe un
paraíso, debe ser como esta armonía de vida que me tocó en suerte vivir”.
Todo lo que Pablo Neruda no nos dijo en su espléndido
volumen de memorias Confieso que he
vivido nos lo dice aquí Matilde desde el costado mismo del autor, fiel
compañera de sus últimos años y fiel custodia de su posteridad. En unos tiempos
envilecidos por la amnesia y salpicados por el odio, Matilde Urrutia supo ir
anotando día a día sus recuerdos y el conjunto de sus reflexiones y emociones,
que aquí nos transmite la imprenta con la indeleble calidad de este tomo.
Pablo (nos lo dice su viuda) “era un investigador
de su país. Quería saberlo todo. Quería que su patria fuera un libro sin ningún
secreto para él”. Y hoy, gracias a la fortaleza de esta mujer pequeña, gracias
a la Patoja, Neruda se nos ofrece más claro y más desnudo ante nuestros ojos.
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