En España, por lo que sea (nuestros misterios como
país son a veces insondables), toleramos a regañadientes que una persona pueda
brillar en dos o más actividades distintas. Nos parece un abuso, una
extralimitación, un chirrido contra nuestro sistema mental de compartimentos
estancos. De ahí que nuestra primera reacción siempre sea la desconfianza, el
resquemor, el gesto descreído: un prosista de calidad no pinta cuadros; un
político no escribe novelas; un ingeniero de fama no puede ser un aceptable
poeta; un profesor de Derecho no compone música. Los artistas múltiples o
proteicos nos sacan, en sentido literal, de nuestras casillas.
Pero conviene a las personas inteligentes
desprenderse cuanto antes de los ropajes del prejuicio, así que hoy traigo a
esta página un libro de cuentos (el primer libro de cuentos, en realidad) del
cineasta Fernando León de Aranoa. Seguro que una gran mayoría de los lectores
lo conocerán por haber dirigido Princesas
o Los lunes al sol, pero no sé
cuántos sabrán que también ha obtenido galardones como prosista en premios de
tan sólido prestigio como el Camilo José Cela o el Antonio Machado. Pues bien,
hay que decirlo cuanto antes: el volumen Aquí
yacen dragones (magnífico desde su prólogo) es un auténtico festín para los
amantes de las letras. Con una escritura solvente, elegante y clara, Fernando León
de Aranoa recopila aquí ciento trece relatos de variada extensión pero de
uniforme belleza, en los cuales juega con el humor, lo fantástico, lo cotidiano
y lo irónico, y obtiene resultados plausibles.
Ahora bien, ¿cómo trasladar ese centón de historias
a esta reseña? ¿Cómo condensar en quinientas palabras todas sus virtudes?
Elegiré algunas, que puedan erigirse en muestreo, que no resumen, del tomo: Corazones nos comenta las insospechadas
(gratificantes, unas veces; inquietantes, otras) consecuencias de cobijar en el
pecho, por costumbre familiar, dos corazones; en Los adioses, sumándose a la tradición de los sentimientos de
alquiler, como los de las antiguas plañideras, se propugna un singular
‘comercio de despedidas’, donde conseguir a pie de tren desde un abrazo
amistoso hasta el beso dulce de una desconocida; Mi Waterloo demuestra que el amor y el desamor pueden ser
codificados con el vocabulario y las imágenes de una campaña militar; Caja negra nos lanza una pregunta
curiosa: ¿qué palabras quedarían registradas en una ruptura amorosa si
cobijáramos en nuestro interior un dispositivo para grabaciones?; Saldo es una historia doméstica, laboral
y sentimental construida sobre una contabilidad de besos; El error de Arquímedes condensa, en cuatro líneas de humor, una
verdad acuática que cualquier padre o madre podría suscribir; Las muertes de María nos explica que la
muerte de una persona siempre constituye un poliedro de dolores para aquellos
que la rodean... Pero yo llamaría la atención especialmente sobre dos apuntes
de este libro: Minas (muy ilustrativa
de cómo una simple inversión de planos puede revelar la monstruosidad de
nuestro talante y nuestro comportamiento) y Los
turistas como pueblo (una metáfora aeronáutica que conviene no perder de
vista: los estabulados y maltratados ocupantes de la clase turista se rebelan
contra los privilegios de los ocupantes de la clase business, y toman el
control del avión).
Hablaba el cantautor Joaquín Sabina en una de sus
canciones de «más de cien mentiras que valen la pena». Parece, de verdad, que
se estuviera refiriendo a este libro.
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