martes, 2 de julio de 2013

Todo lo que era sólido



Escribió una vez Jorge Luis Borges acerca de un mapa tan avaricioso de detalles que había alcanzado dimensiones monstruosas, hasta el punto de que coincidía minuciosamente con el territorio que pretendía dibujar. Una hipérbole parecida me acecha a mí cuando intento redactar estas líneas sobre el último libro publicado por Antonio Muñoz Molina. Son tantas las notas que he tomado durante su lectura, tantos los asteriscos que he ido señalando en los márgenes del volumen, tantas las imágenes hermosas y las frases atinadísimas que he sentido el impulso de subrayar que tan sólo alineando esas palabras excedería los creces los límites de espacio que tengo impuestos en esta reseña. En síntesis (y con el peligro que todas las síntesis encierran, por su esquematismo), podríamos decir que en estas nuevas páginas del escritor andaluz nos encontramos ante una reflexión serena y lúcida sobre el estado en que se encuentra España desde que nos ha explotado entre las manos la crisis, que él analiza con lacerante diafanidad: unos políticos que se han instalado complacientemente en el poder y en los medios, convirtiendo un oficio de servicio público en un refugio profesional bien pagado y bien pensionado, en el que la mediocridad no es una traba, sino una virtud; unos banqueros que han actuado con inconsciencia (en el mejor de los casos) o mala fe (en el peor); unos periodistas que no han sabido actuar como inquisidores de la verdad, y que han sucumbido al servilismo o la ceguera voluntaria... Pero también (y Antonio Muñoz Molina elige no refugiarse en la fácil disculpa a posteriori) intelectuales y ciudadanos que, a pesar de recibir durante años un aluvión de informaciones sobre las cifras de beneficios de bancos y empresas, entelequias millonarias (olimpiadas, exposiciones universales, parques temáticos, etc), obras faraónicas sin aparente sentido y otros desmanes, jamás se preguntaron de dónde salían esas cataratas de dinero o quién se lucraba con ellas. El escritor formula en la página 149 unas interrogaciones tan sencillas como nítidas: «Cómo es que ese ruido no nos atronaba. Qué veíamos, en qué estábamos pensando». Porque lo más preocupante de ese período de impunidad, derroche y delirio radica precisamente ahí, en que ciertas situaciones no pueden prosperar si no se produce antes lo que Muñoz Molina llama «la capitulación de los civilizados» (p.166); es decir, la aceptación silente, acrítica, que permite a los innobles campar a sus anchas.
España pasó, quizá con demasiada rapidez, de ser un país pobre dominado por una dictadura a ser un país rico y derrochador, donde nadie se preocupó de instaurar una verdadera y necesaria pedagogía democrática, donde se enseñase que la tolerancia, el respeto y el esfuerzo común importaban mucho más que las intransigencias, los dispendios y las fanfarrias. Y por eso todo lo que era sólido y se tenía por inmutable (la educación, la sanidad, la justicia, el empleo, la solvencia económica) comienza a resentirse de un modo notorio. Pero Antonio Muñoz Molina, con la misma abrumadora lucidez que ha empleado para diseccionar los tumores del problema, nos advierte de la errónea tentación de dejarnos abatir: «El fatalismo de que nada podrá arreglarse es tan infundado como el optimismo de que las cosas buenas, porque parecen sólidas, vayan necesariamente a durar» (p.213). En su opinión, bastaría que todos nos aplicásemos con insobornable voluntad cívica en nuestro trabajo y que no permitiésemos a los parásitos, mendaces, cínicos y vividores ni un milímetro de margen.

En el prólogo de su obra Asklepios, el último griego, manifestaba Miguel Espinosa que para él teorizar consistía en «enjuiciar desde principios y concluir implacablemente». Con su obra Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina avanza en esa dirección y consigue un ensayo bellísimo, tonificante y necesario, que desagradará tanto a los políticos de derechas como a los de izquierdas, quienes se apresurarán a tildarlo de simplista o de demagogo. Es la señal de que acierta en sus análisis. 

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