Los libros anómalos suelen generar, a
veces, unas controversias de lo más curiosas. De tal modo que incluso los
críticos más ecuánimes o avezados se ven sumidos en el estupor y no aciertan a
ponerse (si es que ello fuera necesario, que no lo es) de acuerdo en la valía
de un escrito. El célebre Ulises de
James Joyce, la no menos insigne Rayuela
de Julio Cortázar o la desconcertante Esperando
a Godot de Samuel Beckett serán juzgadas de genialidades o de decepciones,
en función del juicio respetable pero subjetivo de los diferentes opinadores.
No olvidemos que cuando Escuela de
mandarines, de Miguel Espinosa, recibió el premio de novela Ciudad de
Barcelona un intelectual de la época (Dionisio Ridruejo) dijo que no tenía
claro si se encontraba ante El Quijote
o ante una tontería.
La primera novela de Juan Jacinto Muñoz
Rengel (Málaga, 1974) podría también servir para ilustrar ese desconcierto. De
forma injusta, añadiré. El asesino
hipocondríaco, editado por Plaza & Janés, tiene sin duda un formato
curioso, y participa de varios géneros (novela, ensayo, microrrelato); pero es
ante todo un texto excelente, lleno de originalidad, humor y buena prosa. Y
para un lector inteligente esa condición áurea debería bastar. Preguntarse hoy
en día si estas páginas que tenemos ante los ojos constituyen o no una novela
implica haberse desconectado de la evolución del género en la pasada centuria. Y,
en el peor de los casos, ¿es tan importante saber si nos encontramos realmente ante
un galgo o ante un podenco?
Su protagonista responde a las
iniciales M.Y. (Mario Yurkievich, como se nos aclara en la página 196) y es un
asesino profesional que ha recibido un encargo: debe suprimir del mundo de los
vivos a Eduardo Blaisten. Desconoce los motivos que hacen necesaria su muerte y
desconoce la identidad de la persona que lo ha contratado, pero es un «hombre
de moral kantiana» (página 9) y hará todo lo posible por llevar a buen término
su misión. A la vez, M.Y. es un pavoroso hipocondríaco, que está convencido de
que cada amanecer es el último que sus ojos verán. No obstante, sí que acumula
una buena porción de enfermedades reales, que lo convierten en una especie de
milagro médico inverso: el síndrome del acento extranjero, la afasia de
Wernicke, el síndrome de Proteus, etc. (Se define a sí mismo como «un imán para
todos los desórdenes e infecciones», p.184). Así que planifica su crimen con
una cierta urgencia y con no pequeñas dosis de torpeza y de mala fortuna:
prueba a apuñalarlo, a darle un empujón que lo precipite a las vías del metro,
a envenenarlo, a ahogarlo... Su impericia (parangonable a la que exhibe uno de
los protagonistas de Un pez llamado Wanda)
es tan aparatosa que no provoca sino irrisión en los lectores, que recorren
divertidos sus frustradas pretensiones de asesinato. Al mismo tiempo, Juan
Jacinto Muñoz Rengel intercala capítulos donde se aproxima a todo tipo de
personajes famosos, caracterizados por sus tribulaciones físicas: Immanuel Kant
(cap.6), Edgar Allan Poe (cap.12), Descartes (cap.23), Lord Byron (cap.32),
Tolstoi (cap.44) o Voltaire (cap.47), y dota así a la narración de una singular
estructura. Que el ensamblaje de estas piezas exentas dentro del cuerpo
argumental de la novela pueda antojarse más o menos forzado, más o menos
necesario, no es detalle que mengüe su validez. Y no olvidemos tampoco escenas
tan cómicas como la que se desarrolla en Correos (mientras sigue a Blaisten
tiene microsueños y eso provoca que formule preguntas y no escuche las
respuestas, que saque todos los números de la máquina expendedora de turnos,
etc) o estadísticas tan hilarantes como la que puebla las páginas 54 y 55,
donde llega a la conclusión matemática de que un médico es nueve mil veces más
peligroso y letal que un arma de fuego.
Juan Jacinto Muñoz Rengel, talentoso y
multipremiado, no ha querido moverse en su primera novela por los derroteros de
la facilidad; y a fe que le hubiera resultado muy sencillo, dada su
experiencia. Ese arrojo le convierte en acreedor de respeto. Y los lectores
salimos ganando con la intrepidez de su pirueta. El futuro —ya deberíamos
saberlo— jamás lo edifican los imitadores ni los conformistas.
2 comentarios:
Piruetas para todos.
La lei hace un par de meses, más o menos. Me gustó, pero sin excesos; omo diría Luis Aragonés, contento sin presumir. No comparto tu entusiasmo.
EL QUE NO HAYA LEÍDO LA NOVELA, OJO CON LO QUE VIENE A CONTINUACIÓN. ¡SPOILER!
Por lo que se refiere a los incisos sobre filósofos y poetas, debo decir que, mientras leía la novela, me parecían interesantes y divertidos; pero también pensaba que me iban a llevar a algún sitio, que de alguna forma se relacionarían con la trama. Y al final, nada de nada. Desde ese punto de vista, sí que me parecieron un poco forzados, la verdad.
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