Jorge Luis Borges, el Gran Irónico,
comentaba displicente que la fórmula viaje
espacial (tan cacareada por rusos y americanos durante las décadas de los
cincuenta y los sesenta) era una tautología, porque todos los viajes se desarrollan
en el espacio. Y aunque no le faltaba razón al escritor argentino convendremos
en que ciertos viajes que nos vienen propuestos desde el mundo de la literatura
no son simples recorridos topográficos, simples senderos que se recorren a
caballo o a pie. Ni el camino que se disponía a emprender el personaje de
Antonio Machado, ni las trochas que fatigó el hidalgo Alonso Quijano por La
Mancha, ni la larga senda que siguió el Eremita de Miguel Espinosa eran sólo
kilómetros y polvo.
En su última novela (titulada El corazón de la cruz y premiada con
todos los honores en el certamen “Caravaca, Ciudad Santa”), el escritor
Santiago Delgado nos pone ante los ojos otro viaje, no menos simbólico y
llamativo: el que rotura el barón alemán Hermann von Schweich cuando decide, en
plena Edad Media, que la única forma de que su hijo Dieter sane de sus
terribles dolencias es que él realice un sacrificio, abandone sus tierras y
parta hacia Tierra Santa, de la que volverá con el corazón purificado. Este
viaje se va complicando conforme avanzamos por las páginas del libro, porque
Hermann no es el eje de una novela de cruzados, sino que su andadura adquiere
pronto dimensiones míticas. En varias ocasiones asistirá a un extraño fenómeno
que se le da a conocer como tiempo llano
y que consiste en alteraciones de la cronología ordinaria, fisuras
espacio-temporales en las que podrá conocer a personajes como Bernardo de
Claraval (gran promotor de la orden del Císter y del canto gregoriano), Pedro
el Ermitaño (líder espiritual de la Cruzada
de los pobres), Giotto (pintor que impulsó el Renacimiento italiano), Beato
de Liébana (célebre comentarista del Apocalipsis
de san Juan) o Ibn Arabi (el místico sufí nacido en Murcia en el siglo XII). Y
no perdamos de vista los tres episodios quizá más llamativos de todos: el
recogimiento con el que todos escuchan en Berceo a un poeta llamado fray
Gonzalo (páginas 184-190); el simpático episodio que puebla el capítulo XL,
donde leemos la composición literaria que el deán de Lugo ha rimado en honor de
san Froilán (sin que tardemos en darnos cuenta de que el citado autor, el deán
Rubén, no es otro que Rubén Darío); o la divertida secuencia en la que la vieja
Etheria charla y charla, con desparpajo casi irreverente, acerca de todo lo
humano y lo divino ante Hermann (páginas 253-258)... Como se puede ver, una
mezcla de religiones, ideas y tiempos que enriquecerá el alma del antiguo barón
germano y que le hará ver la luz. La auténtica luz.
Ese ambiente mágico, de tiempos
fracturados y convergentes, continúa en el momento en que el protagonista sufre
una bilocación y se dirige, a la vez, hacia Fisterra (donde se le ha anunciado
que encontrará la paz interior) y hacia Caravaca de la Cruz (donde debe
entregar una reliquia que porta en su pecho), una escisión de índole espiritual
que nos conduce directamente hacia el término de la novela: un doble delta
alegórico-epifánico que el novelista remata de prodigiosa manera. Si Santiago
Delgado ya había conseguido en otras obras unos finales excelentes (estoy
pensando sobre todo en El rey mago
perdido, tan tierno como insuperable), aquí lo vuelve a lograr.
También fulge en estas páginas la habilidad
con la que Santiago Delgado alcanza (y es proeza muy frecuente en él) una prosa
aromada de arcaísmo, merced a media docena de recursos que maneja como nadie:
la anteposición de adjetivos al sustantivo (líbico golfo, siciliana costa, mahometana
cimitarra); la frecuencia hiperbatónica (que consigue doblar la música de la
frase e imprimirle tirabuzones); el manejo de pronombres enclíticos con gran profusión (maravillóse, encogiéronse); la frecuentación de vocablos en desuso
(cabe, allegarse, ancilar, acullá); etc. En síntesis, una prosa que imita con
fidelidad casi fotográfica la que hubiera podido componer un escritor de hace
siglos, lo que convierte la lectura en un gozo para la inteligencia. Una
espléndida cubierta del pintor blanqueño Pedro Cano redondea este volumen editado por Tres Fronteras, que
no deberían perderse.
1 comentario:
Con una cimitarra iba yo a arreglar a más de un político.
Publicar un comentario