La
historia, durísima pero real, es bien conocida. En los primeros años del siglo
XVII (en concreto en 1610) se celebró en Logroño un extraordinario Auto de Fe
en el que fueron juzgadas una serie de personas, sobre todo mujeres, a las que
se acusaba abiertamente de brujería. Después de un bochornoso y multitudinario
recuento de delaciones, intrigas, señalamientos y amenazas, varios lugareños de
Zugarramurdi (Navarra) tuvieron que comparecer ante un tribunal de la Inquisición ,
constituido ad hoc. Los acusados eran
tan sólo unos pobres infelices cuyo delito más grave era haber participado en
rituales paganos bajo el influjo de hierbas alucinógenas. Y muchos sufrieron la
atroz ‘purificación’ de las llamas por orden de la Iglesia Católica.
Los
antropólogos y los ensayistas ya se habían ocupado con cierta intensidad del
asunto (pensemos en Leandro Fernández de Moratín, Marcelino Menéndez y Pelayo o
Julio Caro Baroja), pero la llegada de este espeluznante episodio hasta el gran
público ha venido de la mano del novelista Patrick Ericson, quien acaba de
editar Maleficium en el sello
Algaida. Allí le cede la voz narrativa, entre otros, al jurista don Alonso de
Salazar y Frías, que no sólo participa como miembro del tribunal que juzga a
los presuntos herejes sino que, ante todo, llega al íntimo convencimiento de
que se está procediendo injustamente con ellos. ¿No habrá, detrás de esta purga
salvaje y desmesurada, alguna razón política? ¿No se tratará de una compleja
maniobra orquestada por ciertos señores feudales (como don Tristán de Alzate)
que, en connivencia con la Iglesia , persiguen
intereses territoriales y económicos? Desde luego, los habitantes de
Zugarramurdi suponían un problema para la férrea jerarquía eclesiástica, de la
que descreen abiertamente («¿Crees que es ciencia infusa todo lo que dicen unos hombres
que, beneficiándose de las prebendas que les otorgan sus hábitos, viven diez
veces mejor que tú?», espeta María Presona con acidez en la página 104), así
que arremeter contra su osadía incorporaba un serio aviso para las poblaciones
circundantes.
Manejando
con deliciosa precisión los mecanismos de la analepsis y de la prolepsis (es
decir, los saltos hacia atrás y hacia delante en el tiempo), Patrick Ericson va
moldeando un relato ágil, que desbarata intencionadamente la linealidad para
crear un ritmo más variado, sugerente y hasta cinematográfico. Una distribución
cronológica (es decir, el relato de los hechos en forma de flash-back, merced a la pluma del atribulado jurista don Alonso de
Salazar) habría perjudicado la cadencia psicológica y hasta visual del texto;
de ahí que la decisión constructiva del autor se antoje la más adecuada y
eficaz. Haciendo que los hechos y la memoria de los hechos (debida al narrador)
se alternen, la novela queda pespunteada de momentos climáticos y
anticlimáticos de gran brillantez.
Capítulo
aparte habría que dedicarle precisamente a Alonso de Salazar, porque Patrick
Ericson pone en él un mimo extraordinario. Frente a la imagen plana que en
otras obras se ha mostrado siempre sobre la figura del inquisidor (marioneta,
monstruo o sátiro), este personaje de Maleficium
es tridimensional; tiene aristas, curvas, volumen, recovecos; duda de su
entorno y duda de sí mismo, en un esfuerzo cartesiano que los lectores
agradecen porque les permite conocer a una persona.
Su conformación y trazado son, sin duda, elementos principalísimos en el
atractivo global de esta novela. Igualmente convendría reposar los ojos en tres
capítulos nucleares de la obra: uno es el número XI, donde se nos ofrece una
descripción completa de un aquelarre, con sus hierbas alucinógenas, sus
invocaciones a deidades telúricas ancestrales, sus bailes frenéticos y la
explosión de sexo orgiástico con la que solía rematarse la reunión. Al
acabarlo, el lector tiene que realizar un serio esfuerzo para ‘salir’ de la
ambientación prodigiosa que Patrick Ericson ha dispuesto para él. Los otros dos
capítulos destacados forman un bloque, están numerados como XXV y XXVI, y
reproducen con gráficos pormenores y con un ritmo desasosegante el desarrollo
del infame Auto de Fe celebrado en Logroño, que culminó con la quema de los
acusados.
Patrick
Ericson, magistral en sus anteriores composiciones, se sigue manteniendo en una
línea asombrosa: se documenta con rigor, construye con sabiduría y redacta con implacable
contundencia. No creo que se le pueda pedir más a ningún novelista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario