domingo, 3 de junio de 2012

Maleficium



La historia, durísima pero real, es bien conocida. En los primeros años del siglo XVII (en concreto en 1610) se celebró en Logroño un extraordinario Auto de Fe en el que fueron juzgadas una serie de personas, sobre todo mujeres, a las que se acusaba abiertamente de brujería. Después de un bochornoso y multitudinario recuento de delaciones, intrigas, señalamientos y amenazas, varios lugareños de Zugarramurdi (Navarra) tuvieron que comparecer ante un tribunal de la Inquisición, constituido ad hoc. Los acusados eran tan sólo unos pobres infelices cuyo delito más grave era haber participado en rituales paganos bajo el influjo de hierbas alucinógenas. Y muchos sufrieron la atroz ‘purificación’ de las llamas por orden de la Iglesia Católica.
Los antropólogos y los ensayistas ya se habían ocupado con cierta intensidad del asunto (pensemos en Leandro Fernández de Moratín, Marcelino Menéndez y Pelayo o Julio Caro Baroja), pero la llegada de este espeluznante episodio hasta el gran público ha venido de la mano del novelista Patrick Ericson, quien acaba de editar Maleficium en el sello Algaida. Allí le cede la voz narrativa, entre otros, al jurista don Alonso de Salazar y Frías, que no sólo participa como miembro del tribunal que juzga a los presuntos herejes sino que, ante todo, llega al íntimo convencimiento de que se está procediendo injustamente con ellos. ¿No habrá, detrás de esta purga salvaje y desmesurada, alguna razón política? ¿No se tratará de una compleja maniobra orquestada por ciertos señores feudales (como don Tristán de Alzate) que, en connivencia con la Iglesia, persiguen intereses territoriales y económicos? Desde luego, los habitantes de Zugarramurdi suponían un problema para la férrea jerarquía eclesiástica, de la que descreen abiertamente («¿Crees que es ciencia infusa todo lo que dicen unos hombres que, beneficiándose de las prebendas que les otorgan sus hábitos, viven diez veces mejor que tú?», espeta María Presona con acidez en la página 104), así que arremeter contra su osadía incorporaba un serio aviso para las poblaciones circundantes.
Manejando con deliciosa precisión los mecanismos de la analepsis y de la prolepsis (es decir, los saltos hacia atrás y hacia delante en el tiempo), Patrick Ericson va moldeando un relato ágil, que desbarata intencionadamente la linealidad para crear un ritmo más variado, sugerente y hasta cinematográfico. Una distribución cronológica (es decir, el relato de los hechos en forma de flash-back, merced a la pluma del atribulado jurista don Alonso de Salazar) habría perjudicado la cadencia psicológica y hasta visual del texto; de ahí que la decisión constructiva del autor se antoje la más adecuada y eficaz. Haciendo que los hechos y la memoria de los hechos (debida al narrador) se alternen, la novela queda pespunteada de momentos climáticos y anticlimáticos de gran brillantez.
Capítulo aparte habría que dedicarle precisamente a Alonso de Salazar, porque Patrick Ericson pone en él un mimo extraordinario. Frente a la imagen plana que en otras obras se ha mostrado siempre sobre la figura del inquisidor (marioneta, monstruo o sátiro), este personaje de Maleficium es tridimensional; tiene aristas, curvas, volumen, recovecos; duda de su entorno y duda de sí mismo, en un esfuerzo cartesiano que los lectores agradecen porque les permite conocer a una persona. Su conformación y trazado son, sin duda, elementos principalísimos en el atractivo global de esta novela. Igualmente convendría reposar los ojos en tres capítulos nucleares de la obra: uno es el número XI, donde se nos ofrece una descripción completa de un aquelarre, con sus hierbas alucinógenas, sus invocaciones a deidades telúricas ancestrales, sus bailes frenéticos y la explosión de sexo orgiástico con la que solía rematarse la reunión. Al acabarlo, el lector tiene que realizar un serio esfuerzo para ‘salir’ de la ambientación prodigiosa que Patrick Ericson ha dispuesto para él. Los otros dos capítulos destacados forman un bloque, están numerados como XXV y XXVI, y reproducen con gráficos pormenores y con un ritmo desasosegante el desarrollo del infame Auto de Fe celebrado en Logroño, que culminó con la quema de los acusados.
Patrick Ericson, magistral en sus anteriores composiciones, se sigue manteniendo en una línea asombrosa: se documenta con rigor, construye con sabiduría y redacta con implacable contundencia. No creo que se le pueda pedir más a ningún novelista.

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