Un problema acecha siempre a todo autor que pretenda, como Charles Van Doren en este libro, elaborar un frontispicio de la cultura literaria de todos los tiempos: que se le señalen las obras que no están incluidas, las lagunas de las que adolece o los autores colosales que, por ignorancia o presunta miopía, se deja fuera. Pero, si nos fijamos un poco, es una crítica insensata: el profesor Van Doren, que imparte sus clases en la universidad de Connecticut (Estados Unidos) está perfectamente legitimado para urdir su propia selección de obras. Que ésta difiera más o menos del canon occidental de Harold Bloom, de las Historias de la Literatura al uso o de nuestros gustos personales no invalida su trabajo, ni muchísimo menos. Tomemos un ejemplo especialmente llamativo: a la producción literaria de su padre, Mark Van Doren, le dedica tres páginas de análisis. Las mismas que le dedica a François Rabelais, William Blake, Hegel, Thomas Mann o Copérnico. En cambio, le dedica menos extensión a sus resúmenes de Virginia Woolf, Daniel Defoe, Baudelaire, Turguéniev, Ibsen o José Saramago. ¿Por qué? Pues por una razón sencillísima: porque le parece oportuno. Así de fácil. Charles Van Doren es el autor de la obra; y, por tanto, quien estipula la extensión que dedica a cada nombre y el mérito que reconoce a este o aquel autor.
Aclarado ese punto, hay que añadir de inmediato que este grueso volumen, editado por Ariel y traducido por Cecilia Belza, Gonzalo García y Noelia Jiménez, es muy enriquecedor. Mi consejo es que quien desee sumergirse en el océano de sus páginas consulte primero el índice, vea qué obras ha leído (de cuantas el autor se detiene a comentar) y luego visite esos escolios, para comprobar de primera mano hasta qué punto está de acuerdo o no con el autor. Más tarde, se podrá adentrar en el resto de las páginas, que le aseguro que son fascinantes. Descubrirá detalles de orden histórico, literario, psicológico y hasta humorístico que lo cautivarán. Así, por ejemplo, se enterará de que Esopo posiblemente no existió (p.49); que los restos mortales de Dante Alighieri, pese a la propaganda que se hace en su ciudad natal de Florencia, están en Rávena (p.138); que al filósofo Blaise Pascal le debemos, entre otras cosas, el invento de la jeringuilla (p.217); o que Stendhal es sólo uno de los 170 seudónimos que utilizó el francés Henri Beyle para publicar sus obras (p.341). También recibirá de Van Doren algunas gotas de elegante humor, como cuando nos dice que Iván Turguéniev «estuvo enamorado la mayor parte de su vida, y siempre de la misma mujer, una hermosa y renombrada cantante francesa. Existen formas peores de pasar la vida, si uno es escritor. O eso es lo que dicen» (p.404); o cuando nos habla del cuento Las telarañas de Carlota y nos recomienda, que si nos da vergüenza abrir un volumen tan infantil «hay una solución muy sencilla: tenga un hijo y léale la historia» (p.532); o cuando, en fin, nos dice que Arthur Miller «entre otras distinciones, durante cinco años estuvo casado con Marilyn Monroe» (p.587).
De una de las obras analizadas en este volumen (no importa cuál) dice el profesor Charles Van Doren que «no debería permanecer ignorada entre el aluvión de novedades que tantos prefieren» (p.515). Ésa es una excelente frase para la reflexión. El problema de la actualidad, y en el que quizá ustedes hayan reparado más de una vez, es que los lectores nos vemos asaltados en las librerías por las novedades mediocres que nos esclafan a diario los mil poetillas, los mil cuentistillas y los mil novelistillas que anualmente nos torpedean sin misericordia con sus teóricas genialidades. Pero en las bibliotecas, con su larga paciencia rectangular, nos están esperando siempre Goethe, Schiller, Honoré de Balzac, Isak Dinesen, Jorge Luis Borges, Mark Twain o Julio Cortázar. Por eso, les recomiendo también, como implícitamente les indica Van Doren con su obra, que reserven una parte de sus ratos de lectura para estos genios contrastados y absolutos, que han aquilatado la luz del mundo desde hace siglos y que han llenado la historia de la humanidad de sabiduría, sosiego, reflexión y emociones. Me agradecerán el consejo.
3 comentarios:
Recomendación apuntada. Y Ariel es siempre Ariel.
Aclarado ese punto está todo más claro, sí. De Connecticut , no podìa ser de otro sitio, como yo, que nací en una cabañita de Canadá por eso he venido a parar aquí.
Un besazo, hermoso
Mi amigo Antonio, un hombre sabio, no lee a autores que lleven menos de cincuenta años muertos. ¿O eran cien? Da igual. Sólo hace excepciones con los libros que yo le regalo, y casi siempre admite haberse equivocado aceptando mi regalo y, aún peor, leyéndolo. Yo, por supuesto, no estoy de acuerdo con él. No he podido con algunas joyas indiscutibles de la literatura universal, o quizá sea que ellas han podido conmigo. No lo sé. Me siento más a gusto entre mis contemporáneos, aunque reconozco la dificultad para detectar el genio en este mundo donde el ratio de escritores por lector asciende a 2'38, según un reciente estudio de la Universidad de Connecticut. Debo decir dos cosas, sin embargo, en favor del Sr. Van Doren (hijo): 1) que me encanta el título de su libro (pienso que habría merecido una breve reflexión por tu parte); y 2) que estoy casi seguro de que el Sr. Van Doren (padre) merece más páginas en esta obra que José Saramago. Claro que ésta es la opinión de alguien al que le gusta el fútbol más que la literatura. Hagan como mi familia, mis amigos y demás gente que me quiere bien: finjan que no me han oído
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