Existe una parte de la vida occidental que ha permanecido durante mucho tiempo oculta: la que han protagonizado las mujeres. No servirá como lenitivo que recordemos los nombres de Maria Slodowska (a la que muchos siguen llamando «Madame Curie», quizá para significar que no la consideran sino un apéndice de su marido), de Emilia Pardo Bazán, de Agustina de Aragón o de Juana de Arco: las mujeres de gran brillantez han sido miles, y sólo a unas pocas docenas se les ha hecho justicia a lo largo del tiempo. Ahora, los investigadores José Antonio Marina y María Teresa Rodríguez de Castro han urdido un volumen donde, bajo el título de La conspiración de las lectoras, se trata de honrar la memoria fecundadora de un grupo de mujeres que, entre 1926 y 1936, organizaron el llamado Lyceum Club, un espacio de tolerancia, cultura y reflexión, que pretendía una organización mucho más razonable de la sociedad, donde a la mujer se le reconociesen derechos sobre su propio destino y sobre su propia integridad. Marina y Rodríguez de Castro, después de analizar las trayectorias y aportaciones de estas mujeres singulares, llegan a la conclusión de que «alrededor de los años veinte alcanzó su madurez la generación tal vez más brillante de mujeres españolas de toda la historia. [...] Ellas aceleraron la hora de España. Y lo pagaron. A su triste sino hemos añadido la injusticia de la amnesia» (p.21). Para resolver ese espacio de niebla, que sabemos que las envuelve de manera indigna, nada mejor que repasar sus experiencias, sus ideas, su lucidez, sus logros y sus fracasos. Pretendieron algo tan normal (o que en estos momentos del siglo XXI nos parece tan normal) como exonerar a la mujer de su «existencia morganática» (como la definen los autores en la p.96) y quebrantar su «invisibilidad social» (tal y como añaden en la p.112): propugnaban su derecho a la educación, al voto, a tomar el control de sus propias vidas, a ser tratadas con la mayor de las justicias, a convertirse en doctoras, jueces o conferenciantes... Fue la suya una labor callada, lenta, paulatina, en la que tuvieron que sufrir escarnios y no pocas ridiculizaciones (se las consideraba poco femeninas, se las ofendía diciendo que descuidaban sus tareas domésticas y a sus propios hijos, se las señalaba como histéricas), pero cuando llegó el triunfo de la II república llegaron a rozar (sólo a rozar, porque la guerra civil estaba acechando en el horizonte) el éxito. Luego, acontecieron las fisuras, la dispersión y el exilio, aunque antes dejaron su semilla de futuro en libros, conferencias y herederos espirituales. José Antonio Marina y María Teresa Rodríguez de Castro, con meticulosidad de detectives privados, dibujan un interesante recorrido por las existencias de estas mujeres adelantadas a su tiempo, y nos perfilan el pensamiento, la vida y la obra de María de Maeztu, Victoria Kent, Clara Campoamor, Zenobia Camprubí, María Lejárraga (uno de los casos más interesantes, por causas que sería largo anotar aquí, pero que están en el universo de Internet), Constancia de la Mora (a la que todos conocían con el nombre de Connie), Elena Fortún (autora de las célebres historias de Celia, tan populares entre el mundo juvenil y adulto, y que luego doblarían su fama en el mundo de la televisión), Isabel Oyarzábal, Ernestina de Champourcin (esposa de Juan José Domenchina), Concha Méndez (esposa de Manuel Altolaguirre) o María Teresa León (pareja del gaditano Rafael Alberti). Al final, Marina y Rodríguez de Castro nos comentan que «la experiencia del Lyceum fracasó, víctima del terrible naufragio de la sociedad española. Su justo proyecto de emancipación femenina, fundado en la igualdad de derechos, en la educación y en la ética, se vio envuelto en una batalla que no era la suya. Y el fracaso de la inteligencia social española lo arrastró» (219). Si se quiere conocer la historia de una injusticia absurda y bastante anacrónica, ejecutada sobre un grupo de mujeres admirables, nada mejor que poner los ojos en este magnífico libro, tan esclarecedor como amenamente escrito.
3 comentarios:
¿Y entonces por qué no llaman a las materias universitarias "Historia de la Mujer" y la siguen llamando "Relaciones de Género?
Yo, a Madame Curie no la llamo Madame Curie porque la considere un apéndice de su marido (al que, por otra parte, no se me ocurre cómo llamar si no es Monsieur Curie, porque de éste ni siquiera recuerdo el nombre, por no hablar ya de sus méritos), sino: a) porque la legislación civil francesa (creo) obligaba a cambiar el apellido de la mujer que se casaba por el de su marido; b) a causa de mi incultura, por culpa de la cual no conocía el apellido de esta mujer; y c) porque, aun si hubiese sabido cual era su apellido, habría preferido que mi interlocutor supiera a quien me estaba refiriendo, y para eso lo fácil es referirse a Marie Curie o a Madame Curie. Y es que eso es lo bonito del lenguaje, que sirva para entendernos. Creo
Hay una foto de Cartier Bresson de Madame Curie, cuyo marido efectivamnte era el marido de Madame Curie, en la que están juntos, que es una maravilla y que habla por sí sola. Me gusta porque en ella no hay competencia, que es un rollo ese que complica mucho las cosas, sino que hay dos personas y cada una expresa lo que es. Y en el caso de Madame Curie, ella era mucho, pero mucho, no pasa nada, esto no es una competición, parece decir él. Os dejo el enlace
Cartier Bresson
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