Golo no es un personaje cualquiera: no
se quita de los pies sus deportivos Converse (que no obstante acabará perdiendo
al final de la obra); es un pintor experimental e iconoclasta al que,
curiosamente, no parece preocuparle en exceso su propia pintura; declara sin
ambages que no cree en Dios; ladra cuando algo no le satisface o cuando quiere
manifestar su oposición; duerme como un tronco a la mejor oportunidad que tiene
(una vez estuvo tres días de forma ininterrumpida en esa tarea morfeica); es
adicto a todo tipo de drogas; carece de cualquier sentido de la fidelidad;
puede llegar a ser violento hasta unos extremos inauditos (sobre todo con los
dientes); y, huérfano de límites que modulen su temperamento, acomete las
acciones más inverosímiles (como inyectarle cocaína a Martínez, el gato de su
vecina, del que se terminará deshaciendo en una bolsa de basura)... Pero quizá
por la yuxtaposición de todas esas extravagancias, ejerce una seducción
magnética sobre el narrador de la historia, un experto en el mundo del arte que
se convertirá desde el principio en su amante.
Varias veces
durante la obra nos dice que quería a Golo, pero que le resulta imposible
dictaminar por qué. Probablemente sea por la atracción que el abismo suscita
sobre algunos seres. Quién lo puede saber. Sus normas al respecto eran, hasta
el día en que conoció a Golo, muy estrictas («Yo no me acuesto con imbéciles.
Es mi única política», dice en la página 21; para luego matizar, casi
sonriente: «Tampoco con personas de mala ortografía», página 36). Pero el
irrefrenable Golo venció todos sus escrúpulos y puso su universo del revés. Si
Adela, la hija menor de Bernarda Alba, decía que era capaz de hacer
arrodillarse a un caballo con la fuerza de su dedo meñique, iguales facultades
parece atesorar el excéntrico pintor, que se encuentra obsesionado por la idea
de que morirá joven y que lo arrastra a escenas de una degradación inaudita,
como la que rellena el capítulo 61: defecaciones en la alfombra, drogas por vía
anal, etc.
Este proceso
destructivo (y autodestructivo) está resumido por el joven narrador Tryno
Maldonado en 99 secuencias que son como 99 fogonazos o como 99 dispositivas
fosfóricas (aunque en realidad son menos, porque algunas están repetidas,
íntegramente o con la diferencia de una sola frase: la 1-41-84; la 2-72; la
42-98; la 5-99; etc). La apuesta formal es arriesgada, pero el novelista
mexicano la ejecuta con brío y con nervio fabulador, intercalando personajes
secundarios que son todo un acierto (Nostalgic Zebra, Orlando); y demuestra que
igual que las fotografías que nos traemos de un viaje pueden servir como
mostración y resumen del mismo, estos apuntes desgarrados y volcánicos sobre la
vida de Golo pueden servir para contarnos una historia densa, compleja y
vibrante.
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