Hay un tema en el que, por mucho que
discutamos los lectores, los críticos, los herederos y los editores, no creo
que exista posibilidad de llegar a un acuerdo de validez universal, y es éste:
¿qué se debe hacer con las hojas que deja escritas un escritor famoso, sin
haber sido publicadas en vida suya? ¿Es lícito darlas a la luz sin su
consentimiento, sin su última corrección? ¿Es admisible que los herederos
(María Kodama, Juan Espinosa, Marina Castaño o quien sea) dictaminen qué debe
publicarse y qué no? Hay quienes argumentan que la herencia consiste en una
total transferencia de poderes; y quienes, por el contrario, se refugian en la
idea de que el arte no puede ser parangonado con una finca, un automóvil o las
acciones que el finado tenía en Telefónica. En todo caso, la realidad es que
siguen apareciendo de forma constante volúmenes donde se recogen textos
inéditos de escritores que ya han fallecido, y que los lectores recibimos con
ellos algunas páginas de nuestros autores favoritos que, por ley natural, ya no
esperábamos.
Es lo que
ocurre con Del libro de los sueños,
un compendio de relatos no muy extensos del gaditano Fernando Quiñones
(1930-1998), que acaba de salir en la colección Calembé, fruto de la
colaboración entre el ayuntamiento de Cádiz y la editorial Algaida. Un prólogo
de Nieves Vázquez Recio y un epílogo de José Manuel García Gil enmarcan siete
historias ambientadas en el mundo onírico, donde nos es dado contemplar una
lluvia de monedas blandas o un enigmático tablero de ajedrez clavado en tierra
(«Del libro de los sueños»); o la turbadora visión de una mulata que, desnuda y
con los pechos medio cortados, dice padecer un cáncer (que tiene la forma de un
cangrejo minúsculo) («Sueño de la mulata»); o se nos pone delante de los ojos
una curiosa estampa napoleónica, llena de anacronismos jocosos, como un anuncio
de refresco o la aparición de un automóvil («Sueño del sitio y toma francés»);
o nos enfrenta a un delirio narrativo donde varios cantaores, el escritor José
Manuel Caballero Bonald y otros curiosos intervinientes se mueven en una
atmósfera donde brillan la música, el conflicto bélico que aturde las calles y
unas alcachofas («El sueño de los alcauciles»). Abundan también las referencias
que se podrían juzgar fácilmente como autobiográficas («El sueño de los
cargamentos» se desarrolla en un ambiente portuario, y recordemos que Quiñones
trabajó durante su adolescencia en un muelle).
Estos siete
relatos no son, en sentido estricto, obras de arte por sí mismas (negarlo sería
absurdo); pero conviene leerlas como complemento a otras obras del formidable
escritor que fue Fernando Quiñones. Las esquirlas de mármol que reposaban a los
pies de Miguel Ángel habían estado, minutos antes, rodeando las formas
perfectas de su David.
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