lunes, 23 de marzo de 2009

Del libro de los sueños



Hay un tema en el que, por mucho que discutamos los lectores, los críticos, los herederos y los editores, no creo que exista posibilidad de llegar a un acuerdo de validez universal, y es éste: ¿qué se debe hacer con las hojas que deja escritas un escritor famoso, sin haber sido publicadas en vida suya? ¿Es lícito darlas a la luz sin su consentimiento, sin su última corrección? ¿Es admisible que los herederos (María Kodama, Juan Espinosa, Marina Castaño o quien sea) dictaminen qué debe publicarse y qué no? Hay quienes argumentan que la herencia consiste en una total transferencia de poderes; y quienes, por el contrario, se refugian en la idea de que el arte no puede ser parangonado con una finca, un automóvil o las acciones que el finado tenía en Telefónica. En todo caso, la realidad es que siguen apareciendo de forma constante volúmenes donde se recogen textos inéditos de escritores que ya han fallecido, y que los lectores recibimos con ellos algunas páginas de nuestros autores favoritos que, por ley natural, ya no esperábamos.
Es lo que ocurre con Del libro de los sueños, un compendio de relatos no muy extensos del gaditano Fernando Quiñones (1930-1998), que acaba de salir en la colección Calembé, fruto de la colaboración entre el ayuntamiento de Cádiz y la editorial Algaida. Un prólogo de Nieves Vázquez Recio y un epílogo de José Manuel García Gil enmarcan siete historias ambientadas en el mundo onírico, donde nos es dado contemplar una lluvia de monedas blandas o un enigmático tablero de ajedrez clavado en tierra («Del libro de los sueños»); o la turbadora visión de una mulata que, desnuda y con los pechos medio cortados, dice padecer un cáncer (que tiene la forma de un cangrejo minúsculo) («Sueño de la mulata»); o se nos pone delante de los ojos una curiosa estampa napoleónica, llena de anacronismos jocosos, como un anuncio de refresco o la aparición de un automóvil («Sueño del sitio y toma francés»); o nos enfrenta a un delirio narrativo donde varios cantaores, el escritor José Manuel Caballero Bonald y otros curiosos intervinientes se mueven en una atmósfera donde brillan la música, el conflicto bélico que aturde las calles y unas alcachofas («El sueño de los alcauciles»). Abundan también las referencias que se podrían juzgar fácilmente como autobiográficas («El sueño de los cargamentos» se desarrolla en un ambiente portuario, y recordemos que Quiñones trabajó durante su adolescencia en un muelle).
Estos siete relatos no son, en sentido estricto, obras de arte por sí mismas (negarlo sería absurdo); pero conviene leerlas como complemento a otras obras del formidable escritor que fue Fernando Quiñones. Las esquirlas de mármol que reposaban a los pies de Miguel Ángel habían estado, minutos antes, rodeando las formas perfectas de su David.

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