Se suele decir que algo tendrá el agua,
cuando la bendicen. En el mundo de los libros tal afirmación no siempre resulta
reconfortante, porque hay volúmenes a los que la millonaria adhesión de sus
adeptos no inyecta ningún tipo de calidad, y pasan de la cúspide de la fama al
ocaso otoñal de las ediciones de bolsillo, saldadas en los chiringuitos más
infames, sin más repercusión que el abultado número de ceros que depositan en
las cuentas bancarias de sus autores. No ocurre así con la novela Crepúsculo, de Stephenie Meyer. Es
verdad que ha vendido millones de ejemplares, que ha cautivado al público
(adolescente y no adolescente) de medio mundo, que la adaptación al cine
recaudó 70 millones de dólares en su primera semana de exhibición en Estados
Unidos... Todo eso es cierto. Son datos objetivos. Pero hay otra verdad que
flota sobre este libro, y es que está redactado con gran elegancia, con fina
precisión argumental, con inteligente sentido de la psicología y con un
lenguaje que, lejos de acomodarse a un nivel medio o bajo, propone retos a sus
usuarios. Su protagonista femenina es Isabella Swan (Bella), una jovencita que
mide un metro sesenta, de piel muy blanca, que “no sintonizaba bien con la
gente” (pág. 18) y que ostenta unas aficiones singulares, como leer a William
Shakespeare o Jane Austen (pág. 153). Desde su llegada al pequeño pueblecito de
Forks (donde vive su padre, que es jefe de policía) descubre a una extraña
familia: los Cullen, que impresionan por su belleza física, por su silencio
constante y por el aislamiento frente a los demás moradores del pueblo. Son
(Bella lo descubrirá poco a poco, con una lentitud excelentemente graduada por
la autora) vampiros. Y por uno de ellos, llamado Edward, comenzará a sentir
curiosidad, interés y finalmente amor. El joven vampiro trata de resistirse a
ese impulso, que también experimenta, porque sabe que no puede mezclarse con
una humana. Pero lo que ambos sienten es tan intenso, tan subyugador, tan
imparable, que se acaban convirtiendo en pareja. Así, Bella descubrirá a la
familia de Edward, conocerá múltiples detalles sobre los vampiros (pueden
resistir la luz; no se espantan de los crucifijos; y además adoran el béisbol,
según se dice en la pág. 352) y terminará escuchando de labios de Edward las
dos palabras que más anhelaba: “Te quiero” (pag. 371). Lo que sucede es que ese
amor tan desigual, tan extraño, tendrá que someterse a una durísima prueba, y
ésta vendrá cuando otro clan de vampiros se presente en Forks y ponga en
peligro la estabilidad de la pareja. La editorial Alfaguara acaba de presentar
la decimocuarta edición del primer volumen de la serie (hay tres novelas más,
cada cual más abultada que la anterior), traducido por José Miguel Pallarés,
quien ha hecho un notable esfuerzo para verterla al español con una prosa
atrayente y sin concesiones. Sólo un lunar, ínfimo, figura en la pág. 441,
cuando utiliza la palabra “metereológica”, pero no empaña la espléndida música
que imprime al resto del volumen. Tienen razón los lectores de Stephenie Meyer,
y carecen de ella quienes critican esta obra por la mera particularidad de que
se haya convertido en todo un bestseller o que tenga encandilados a los alumnos
de nuestros institutos. Leer las páginas de Crepúsculo
garantiza días de auténtico entusiasmo, días de volver a enamorarse de una
historia bien contada. Y eso merece la pena aplaudirlo. Incluso mi hija María,
que sólo tiene diez años, está enganchada con esta novela. Algo tiene el agua,
definitivamente, cuando la bendicen.
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