Hay historias que nos esperan, con sus tinieblas o su luz, con su esplendor o su mezquindad, en los lugares más insospechados. Imaginemos, por ejemplo, a una mujer española, madura pero atractiva. Su piel roza apenas los cincuenta años. Estudió durante su juventud Historia del Arte, pero el matrimonio la redujo muy pronto a las dimensiones tristes del hogar, que no le depararon más satisfacciones que una cómoda posición mediana en la sociedad y una hija llamada Lucrecia. Ahora que su hija cumple 19 años, que la relación con sus mejores amigas (Queta y Marta) comienza a verse salpicada por el tedio y que su marido ya no representa mucho más que una figura erosionada por la rutina, la mujer reflexiona y decide dar un vuelco a su vivir. Necesita respirar, ensancharse, encontrarse. No le basta con ese ejercicio de simple supervivencia al que llamamos “día a día”. El oxígeno de su hogar se le ha hecho pobre. La luz de su barrio se ha llenado poco a poco de ceniza. Y elige un destino en el que considera que podrá reinventarse con unas ciertas garantías de éxito: París. Quiere irse sola, desnuda, nueva. Quiere fabricarse un destino partiendo de cero y encontrar senderos por los que avanzar sin la ayuda de nadie. Su esposo acepta esa decisión y le facilita el camino; pero Lucrecia, atenazada por un egoísmo bastante comprensible aunque algo cicatero, se niega a admitir el derecho de su madre a tener su propia vida, al margen de su prole y sus ataduras convencionales. Una vez instalada en la ciudad donde nacieron Voltaire, Zola, Gauguin y el amor (según Mervyn LeRoy), la mujer comienza a asistir a clases de francés, conoce a gentes interesantes y va adaptándose con lentitud y delicia a los colores, aromas y paisajes de su nuevo mundo.
Actuemos ahora como Azorín y limpiemos la lente de nuestro catalejo, para observar mejor. ¿Qué podemos ver? La mujer que se ve tras la ventana es otra. Se llama Hélène Darriescu (el apellido no es suyo, sino de su esposo). Tiene dos hijos pequeños llamados Michel y Nathael, que en teoría tendrían que representar lo más hermoso de su vida. Pero hay un grave problema que la tiene perturbada: su marido viaja constantemente y, desde que los niños han aparecido en sus vidas, su relación erótica ha cambiado. Ella percibe que ya no es deseada de la misma forma: ya no hay juegos sexuales, ya no hay pasión, ya no hay aventura. Todo se ha solidificado en un hielo tristísimo. E inicia una andadura que la llevará por lugares donde los demás advertirán su deriva: tragos de alcohol en lugares públicos; gestos desdeñosos hacia sus hijos; sensación de estar muriéndose gota a gota; etc. La novelista Lola López Mondéjar nos coloca frente a estas dos realidades femeninas y, con un manejo muy habilidoso de los recursos novelísticos, hace que ambas confluyan y se relacionen de un modo angustioso, desasosegante. El resultado es un intenso relato donde nos paseamos por dos almas torturadas y advertimos sus mil pliegues, sus mil pozos negros, sus mil lágrimas. No es extraño que esta novela de gran belleza estilística y de gran poderío psicológico rozara en noviembre de 2009 el premio Torrente Ballester; y no es extraño tampoco que un sello de la calidad e inteligencia de Siruela apueste por darla a conocer. Es una obra que, sin duda, maravillará a cuantos la frecuenten.