Después de leer por segunda vez la Carta al padre, del atormentado Franz Kafka
(la primera fue durante mi época universitaria), sigo sin tener un concepto
claro sobre el espíritu que la anima.
No sé si pretendía en estas páginas elaborar un memorándum, expeler un gargajo,
mechar una venganza a fuego lento, limpiar su conciencia o construir una
ficción que acreciese su leyenda de torturado. No lo sé, francamente. No dudo
del dolor infantil o vital del escritor checo, pero quizá sí resulte legítimo
dudar de sus dimensiones oceánicas. El dibujo que Franz nos deja es,
admitámoslo, inequívocamente maniqueo, por más que finja ecuanimidad. Nos
ofrece ante los ojos a un hombre enérgico, gruñón, malhumorado, déspota,
machista, clasista, misógino, que jamás permitió a su hijo sentirse relajado y
feliz en su conexión con los demás (“Entre las personas que, en mi niñez,
tuvieron para mí alguna importancia, cítame una sola a quien tú no hayas
criticado al menos una vez hasta dejarla por los suelos”), que reprodujo clichés
educativos que sobre él se habían vertido en la infancia (“Sólo puedes tratar a
un niño según te han hecho a ti mismo, con dureza, gritos y cólera, y en tu
caso este trato te parecía además muy adecuado”), que se burló sarcásticamente
del escritor cuando éste le comunicó su voluntad de contraer matrimonio (alegó
que a la muchacha le había bastado con ponerse una blusa bonita para metérselo
en el bolsillo) y que, en todo momento, ha constituido para él un obstáculo
físico y mental (“A veces imagino el mapamundi desplegado y a ti extendido
transversalmente en él. Entonces me parece que, para vivir yo, sólo puedo
contar con las zonas que tú no cubres o que quedan fuera de tu alcance. Y estas
zonas, de acuerdo con la idea que tengo de tu grandeza, no son muchas ni muy
confortables”). ¿Resulta creíble una figura tan deforme? Lo ignoro.
Dos instantes me han llamado la atención, al margen
de las estridencias de la duda: el primero es cuando Franz recuerda aquella vez
en que, tras desvestirse junto a su padre en una caseta de baño, se sintió
intimidado y abochornado por la corpulencia de su progenitor, tan distinta de
su flacura coleóptera; el segundo, ese detalle melancólico que acontece cuando,
tras rememorar a las dos mujeres con las que pudo casarse y no lo hizo, Franz
anota: “Ninguna de las dos muchachas me ha decepcionado, y yo, en cambio, las
he decepcionado a las dos”.
El interés literario
de estas páginas no pasaría, a mi entender, del aprobado por los pelos.
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