Me unen a la jumillana Ana María Tomás, desde hace bastante tiempo, muchos lazos de admiración literaria. He hablado de sus libros en periódicos, revistas, emisoras de radio y blogs. Y siempre me ha resultado sumamente sencillo subrayar las bondades de sus poemas, porque son tantas y tan evidentes que hasta un miope las advertiría sin vacilación. De ahí que encontrarme en la librería con un nuevo título salido de su pluma haya sido, como siempre, una delicia. Se trata de Miradas cómplices, un volumen editado por la Obra Social de la Fundación La Caixa y que va acompañado con ilustraciones de Javier Villa, Melero, Willy Ramos y Pepe Lucas. En sus páginas, Ana María Tomás continúa con su línea de poetización del mundo, que abarca tanto los aspectos externos (los conflictos entre palestinos e israelíes, las prostitutas de la calle Montera, la irracional agresividad en la que vivimos inmersos, la madre Teresa de Calcuta, el hambre en los países subdesarrollados) como los internos (la soledad, la tristeza, el sacrificio, el desamor, las ilusiones), de tal suerte que el poemario se transmuta en un magnífico crisol donde quedan consignadas todas las emociones positivas y negativas de la autora.
En este conjunto lírico, de tan hermosa como a veces terrible factura, destacan algunos poemas especialmente significativos. Por ejemplo, el que ocupa la página 24, donde Ana María Tomás reflexiona sobre la perversión de un mundo que fabrica armas para que se maten los otros y que luego, con hipocresía inaudita, finge compadecerse de las víctimas de esas armas, celebrando conferencias de paz, foros de reflexión y simposios sobre las posibles soluciones. O el delicioso conjunto de versos que completa la página 49 donde la escritora jumillana nos habla con fervor de alguien que la espera en casa, abnegado, dulce y comprensivo; alguien en quien se puede confiar a ciegas; alguien al que sin duda puede calificarse de inseparable de la poeta... Y una vez establecido ese catálogo de devociones y de inciensos la escritora apostilla como conclusión: «Cuando me mira desde el fondo de sus ojos, tan negros, me pregunto... por qué el hombre no podría tener el alma de los perros». Si el espíritu del poema no contuviera tanta tristeza en su raíz, casi estaríamos tentados de etiquetarlo como texto humorístico. Y no conviene dejar de lado el espléndido poema que llena de luces la página 98, donde la autora, lejos de rechazar su faceta como ama de casa, enarbola esas acciones (limpieza, planchado, lavadoras) como inmolaciones de amor y como sacrificios que ejecuta por devoción a los suyos.
En este poemario (nuevo peldaño de ascenso en la carrera literaria de Ana María Tomás) encontramos, eso sí, un rasgo que lo diferencia a mi juicio de los anteriores: en estas nuevas páginas se respira muchísimo más dolor, mucha más tristeza, mucha más decepción, muchas más lágrimas. Nos habla de corazones vulnerados, de traiciones que se recibieron como si se tratara de heridas, de venganzas moduladas por la serenidad (página 41), de la conveniencia de extraer la felicidad del tiempo presente (página 43) o de utilizar los golpes recibidos como fuente de crecimiento personal («Todo el estiércol que arrojaron sobre mí ha hecho florecer petunias y jazmines en mi alma», página 48). No es necesario ser un lector de finísimo olfato para comprender que la escritora ha sufrido algún duro revés en los últimos tiempos, y que su forma de exonerar ese dolor ha sido escribir versos y convertir esa tristeza en poemas que puedan servir a otras personas.Si es verdad, como ella misma asevera en la página 27, que «nacimos para ser felices», una de las tareas primordiales de la literatura tiene que ser la de transformar el padecimiento personal en belleza universal. Tres de los poetas que son citados con gran profusión en las páginas de Miradas cómplices (el sevillano Luis Cernuda, el italiano Francesco Petrarca y el chileno Pablo Neruda) lo hicieron así: tomaron sus dolores, prensaron su angustia y destilaron para la posteridad su lección de vida. Es cierto que siempre nos acechan los reveses, las traiciones y los desengaños, pero la grandeza de la escritura auténtica consiste en sobreponerse y llenar de luz el futuro.
En este conjunto lírico, de tan hermosa como a veces terrible factura, destacan algunos poemas especialmente significativos. Por ejemplo, el que ocupa la página 24, donde Ana María Tomás reflexiona sobre la perversión de un mundo que fabrica armas para que se maten los otros y que luego, con hipocresía inaudita, finge compadecerse de las víctimas de esas armas, celebrando conferencias de paz, foros de reflexión y simposios sobre las posibles soluciones. O el delicioso conjunto de versos que completa la página 49 donde la escritora jumillana nos habla con fervor de alguien que la espera en casa, abnegado, dulce y comprensivo; alguien en quien se puede confiar a ciegas; alguien al que sin duda puede calificarse de inseparable de la poeta... Y una vez establecido ese catálogo de devociones y de inciensos la escritora apostilla como conclusión: «Cuando me mira desde el fondo de sus ojos, tan negros, me pregunto... por qué el hombre no podría tener el alma de los perros». Si el espíritu del poema no contuviera tanta tristeza en su raíz, casi estaríamos tentados de etiquetarlo como texto humorístico. Y no conviene dejar de lado el espléndido poema que llena de luces la página 98, donde la autora, lejos de rechazar su faceta como ama de casa, enarbola esas acciones (limpieza, planchado, lavadoras) como inmolaciones de amor y como sacrificios que ejecuta por devoción a los suyos.
En este poemario (nuevo peldaño de ascenso en la carrera literaria de Ana María Tomás) encontramos, eso sí, un rasgo que lo diferencia a mi juicio de los anteriores: en estas nuevas páginas se respira muchísimo más dolor, mucha más tristeza, mucha más decepción, muchas más lágrimas. Nos habla de corazones vulnerados, de traiciones que se recibieron como si se tratara de heridas, de venganzas moduladas por la serenidad (página 41), de la conveniencia de extraer la felicidad del tiempo presente (página 43) o de utilizar los golpes recibidos como fuente de crecimiento personal («Todo el estiércol que arrojaron sobre mí ha hecho florecer petunias y jazmines en mi alma», página 48). No es necesario ser un lector de finísimo olfato para comprender que la escritora ha sufrido algún duro revés en los últimos tiempos, y que su forma de exonerar ese dolor ha sido escribir versos y convertir esa tristeza en poemas que puedan servir a otras personas.Si es verdad, como ella misma asevera en la página 27, que «nacimos para ser felices», una de las tareas primordiales de la literatura tiene que ser la de transformar el padecimiento personal en belleza universal. Tres de los poetas que son citados con gran profusión en las páginas de Miradas cómplices (el sevillano Luis Cernuda, el italiano Francesco Petrarca y el chileno Pablo Neruda) lo hicieron así: tomaron sus dolores, prensaron su angustia y destilaron para la posteridad su lección de vida. Es cierto que siempre nos acechan los reveses, las traiciones y los desengaños, pero la grandeza de la escritura auténtica consiste en sobreponerse y llenar de luz el futuro.
1 comentario:
Querido Rubén, gracias. Infinitas gracias por tus palabras. Es un regalo tener en mi vida a personas como tú.
Ojalá que tu increíble e impagable análisis sobre esas "Miradas Cómplices" sirva para acercar a más lectores hasta sus poemas.
Un abrazo.
ANA MARÍA TOMAS
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