Un hombre llamado Homer Collyer está redactando todos los pormenores de su vida para una lectora llamada Jacqueline Roux, que no aparece con su nombre completo hasta la página 179. Le cuenta en esos folios cómo ha transcurrido su existencia de soltero en su vivienda de la Quinta Avenida, que comparte con su hermano Langley; y trata de hacerle comprender por qué su vida ha circulado del modo en que lo ha hecho. Hasta ahí, el resumen argumental podría antojarse tedioso o falto de magnetismo, pero añadamos algunos condimentos a la salsa para incorporarle matices de sabor. Punto uno: Homer es ciego (fue perdiendo el uso de sus ojos a partir de la adolescencia, lo que le permite recordar formas y colores) y está escribiendo sus particulares memorias con el auxilio de una máquina braille de la marca Smith-Corona (p.118). Punto dos: su relación con las mujeres siempre ha sido complicada (un amor de infancia llamado Eleanor, una joven pianista llamada Mary, etc) y se ha basado por lo general en un casto platonismo. Punto tres: su hermano Langley, después de volver herido de la Primera Guerra Mundial, ya no volvió a ser la misma persona.
Ése precisamente es uno de los puntos de inflexión de su historia: la metralla y el gas mostaza no solo han devastado su cuerpo («Tenía cicatrices. Cuando se quitó el uniforme, noté más cicatrices en la espalda desnuda, y también pequeños cráteres», p.27) sino que parecen haber erosionado su mente. Al principio, las manifestaciones de ese desequilibrio se desenvuelven por unos cauces casi lógicos (Langley, reflexionando, elabora una impecable Teoría de los Reemplazos, donde llega a la conclusión de que cada época produce figuras que ocupan el lugar simbólico que dejan las figuras de la generación: un jugador de béisbol adorado por las masas será sustituido por otro en la mente colectiva, una vez que se haya retirado). Pero luego concibe la idea de elaborar un periódico único y universal, en el que estén representadas estadísticamente todas las noticias del mundo. Para perfilar los descomunales matices de tan vasto proyecto, Langley se afana en leer todos los documentos posibles. Así que muy pronto «los fardos de periódicos y las cajas de recortes llegaban hasta el techo en todas las habitaciones de la casa» (p.52). No obstante, ese diogenismo desmesurado no se detiene ahí, sino que se ampliará hacia los electrodomésticos viejos, las mecedoras desvencijadas, los toneles inservibles, las alfombras mohosas, las bicicletas con óxido y toda suerte de cachivaches anómalos. Langley, además, comienza a dar síntomas de ideas más bien absurdas, hasta el extremo de que «defendía con fervor los regímenes de salud radicales. La intención no era que acabáramos yendo por ahí sin ropa; se trataba de que, por ejemplo, las vitaminas, de la A a la E, en grandes dosis, reforzadas con hierbas medicinales y cierto fruto seco que se cultivaba únicamente en Mongolia, no sólo garantizaban una larga vida, sino que incluso invertían estados patológicos como el cáncer y la ceguera» (p.129). Como colofón, los huraños hermanos dejan de pagar las cuotas de la hipoteca, deciden desvincularse de las empresas del agua, el gas y la luz... y optan por salir cada vez menos a la calle.
Esta novela del prodigioso E.L.Doctorow, que han traducido Isabel Ferrer y Carlos Milla para el sello Miscelánea, está basada en la historia real de los Collyer, que tuvieron un final aciago en su mansión de la Quinta Avenida en 1947 y que aquí, más que retratados, son analizados como símbolos. El propio Doctorow, en una frase que se reproduce en la contraportada, indica que «como mitos que son, los hermanos Collyer requerían no que se investigara sobre ellos sino que se les interpretara». ¿Quiénes fueron estos dos personajes? ¿Dos simples desquiciados que manifestaron su desarreglo mental amontonando basuras en su casa de lujo? ¿Dos excéntricos que se decantaron por la acracia? El escritor neoyorkino, justo candidato al premio Nobel de Literatura en más de una ocasión, coloca en nuestras manos los materiales y los indicios... y deja que lleguemos a nuestras propias conclusiones. ¿La prosa de Doctorow? Inmejorable. ¿El desarrollo novelístico? Sublime. ¿Qué más se le puede demandar a un libro para hacernos con él?
6 comentarios:
Eso de pagar la hipoteca está demasiado mal visto...
Sigo echando de más las referencias argumentales en tus reseñas, Rubén. De verdad, yo creo a pies juntillas en la honestidad de tu trabajo, no necesito que me demuestres que has leído el libro. Y no me gusta nada descubrir por adelantado detalles que no debería conocer hasta la página 179 de un libro que, por otra parte, tiene una pinta excelente y añado desde ya a la lista de tareas pendientes. ¿No podríamos buscar una solución de compromiso? Por ejemplo, acumular los detalles argumentales al final de la reseña, a modo de Anexo opcional para desconfiados
Jajajaja, Leandro. Lo de los detalles del argumento es una cosa que me sale natural. Siempre me ha salido, oye, no hay nada que hacerle. Me parece que es mi estilo de hacer reseñas. Y como el estilo es el hombre, según dijo Buffon (O Íker Casillas), pues lo tengo jodido. Pero te agradezco que sigas por aquí, aguantándome con paciencia los excesos. Un abrazo
Bueno, pues si no puede ser, no puede ser. Y si además lo ha dicho Iker Casillas, santa palabra. Además, los beneficios superan con creces (por goleada, digamos) esos pequeños inconvenientes, así que seguiremos por aquí. De todas formas, piénsate sólo una vez más lo del Anexo opcional
Muchas gracias, Leandro. Prometo tenerlo en cuenta EN SERIO a partir de ahora, aunque te adelanto que una de mis lecturas actuales ("El vals lento de las tortugas") requiere que cuente cosas de la historia. Jo.
En serio, no. Eso es lo último. Con este panorama, empieza uno tomándose las cosas en serio y acaba diciendo insensateces en una tertulia radiofónica
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