lunes, 21 de marzo de 2011

De la cólera



Volver con periodicidad a los clásicos siempre me ha parecido una medida higiénica, porque permite oxigenar la inteligencia, desembotarla de novedades (no siempre valiosas, antes al contrario) y aportarnos una distancia terapéutica que, en el peor de los casos, siempre nos enseña cosas. Dado el «crecimiento canceroso de la bibliografía mundial» (la frase es de Julián Marías), he optado esta semana por volver los ojos hacia un cordobés universal que no toreaba: Lucio Anneo Séneca. Y he elegido uno de sus libros más emblemáticos: Sobre la cólera. La traducción y las notas corren a cargo de Enrique Otón Sobrino y el soporte material lo suministra la editorial Alianza.
Comienza el filósofo hablándonos de esta pasión, a la que califica de «en absoluto humana» (p.33), y nos pinta uno de los mejores retratos que jamás se han urdido sobre un temperamento colérico: ojos salidos de las órbitas, músculos en tensión, boca fruncida, voz tonante, movimientos agresivos y convulsos... De ahí que dictamine que los seres humanos, abandonada la templanza y entregados a los dictámenes de la furia, «para hacer daño somos poderosos» (p.38). Pero dejar que la cólera nos inunde nunca es una buena idea, porque una vez que estalla ya no hay forma de moderarla ni ponerle freno. Igual que un caballo fuera de control, se lanzará al galope y nos convertirá en bestias iracundas, capaces de cualquier bajeza y con las luces del entendimiento cegadas. La tarea más humana consiste, pues, en plantar un dique espiritual contra la cólera, porque si «la razón quiere fallar lo que es justo; la ira quiere que parezca justo lo que ha fallado» (p.60). Pero este aprendizaje ha de ser iniciado desde la niñez, y no ya en la edad adulta. En efecto, Séneca nos advierte de ciertas verdades que no todos queremos escuchar («Nada convierte más en iracundos que una educación muelle y condescendiente; por esto, cuanto más se consiente a los hijos [...] más degenerado es su espíritu», p.90).
Otra de las reflexiones senequistas que figuran en este tomo alude a la facilidad liviana con la que juzgamos a los demás, sin detenernos a advertir nuestras propias imperfecciones. En efecto, el filósofo cordobés (que no español) es certero y lúcido en este análisis, donde se mezclan la perspicacia, la psicología y la voluntad aforística hasta cuajar en una de sus máximas más repetidas: «Los defectos ajenos ante los ojos los tenemos; a las espaldas quedan los nuestros» (p.98). De esa forma, Séneca llamaba la atención sobre el hecho casi universal de que somos extremadamente críticos con los vicios de los demás, en tanto que por ceguera, comodidad o hipocresía disculpamos con suma tolerancia las lacras que mancillan nuestro comportamiento. Igual inteligencia aplica el pensador al análisis de las acciones humanas, advirtiéndonos de una premisa que se suele pasar por alto y que afecta a la esencia misma de la cólera: jamás debemos emitir un juicio (y mucho menos actuar) en caliente. Soseguemos el espíritu, aunque en ocasiones resulte complicado (nadie ha dicho que fuera fácil ser racional) y dejemos que la disección de los hechos se realice en frío. O para expresarlo con la exacta metáfora del filósofo: «Cualquier cosa que desees saber cómo es, déjasela al tiempo: nada se discierne cabalmente en el oleaje» (p.127).
Como colofón, Lucio Anneo Séneca nos pide que, antes de dejarnos dominar por la furia o de sentirnos tentados por la envidia (forma edulcorada de la cólera), analicemos no tanto lo que nos deja en aparente inferioridad sino lo que nos muta en invisibles triunfadores. Bien meditado, este juicio es uno de los más brillantes que salió jamás de la pluma del filósofo: «A nadie que mire lo ajeno lo suyo le complace: de ahí que también con los dioses nos encolerizamos, porque alguien nos aventaja, olvidando cuántos hombres quedan a la zaga» (p.148).Un consejo final: no dejemos de lado la lectura de los clásicos, porque el tiempo (de nuevo el tiempo, siempre el tiempo) los ha exonerado del olvido por una razón más que evidente: lograron aquilatar una extensa sabiduría y la destilaron para nosotros. Aprendamos, pues, la modernidad de lo viejo. Sólo avanza quien mira hacia atrás.

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