De
François Marie Arouet (que adoptó el seudónimo de Voltaire en 1719), uno de los
escritores más notables que Francia ha producido a lo largo de su historia, se
han propalado desde finales del siglo XVIII asertos extremados y más bien
desconcertantes. En el catálogo de denuestos, quizá el más granítico se lo
dedicó Madame de Stäel, al afirmar en su libro De l’Allemagne que Voltaire
gozaba «riéndose como un demonio o un mono de la miseria de esta raza humana
con la que él no tiene nada en común». Y el más elogioso de los ditirambos se
lo adjudicó el argentino Jorge Luis Borges al decir que su prosa era quizá la
mejor de Francia, y aun del mundo.
La
editorial Rey Lear nos ofrece, de este personaje posiblemente genial, la obra
La doncella de Orléans, traducida por Juan Victorio, donde el corrosivo poeta y
filósofo francés revisa la biografía de Juana de Arco, aquella joven que manifestó
haber escuchado la voz de Dios y que, guiada por el sagaz san Dionisio,
posibilitó la coronación de Carlos VII en Reims (1429), para luego ser quemada
dos años más tarde, acusada de herejía. Mucho más tarde, en 1920, alcanzó para
la iglesia católica el status oficial de santa… Pero Voltaire no sería Voltaire
si, con una gran dosis de humor, acidez y zumba, no desmontase pieza a pieza
toda la parafernalia mística y sexual que rodea a la jovencita francesa y nos
ofreciese una versión de la historia, digamos, ‘alternativa’, para que
contemplemos la vida de la doncella de Orléans desde el lado del descreimiento,
desde la ladera de la ironía, desde la atalaya de la burla.
Así,
nos muestra a san Dionisio (patrón de Francia) y a san Jorge (patrón de
Inglaterra) peleándose a espadazo limpio y rebanándose orejas y narices, hasta
que el arcángel san Gabriel decide poner un poco de orden en semejante pugna; y
veremos cómo el desconfiado rey Carlos solicitará a sus médicos que revisen a
Juana y le extiendan un certificado de virginidad; y, por supuesto (Voltaire en
estado puro), veremos a un buen número de religiosos lúbricos; a monjas
ardientes que cobijan en su convento a un guapo semental para uso y disfrute de
la abadesa; e incluso a un burro (el de Juana) que adquiere mágicamente el don
del habla, y lo utiliza para declararse a su ama.
Una
obra, pues, llena de disparates humorísticos y que nos permite volver a gozar
con las deliciosas maldades de este enciclopedista irónico, culto, mordaz y
lleno de perspicacia psicológica y literaria, que nunca fatiga ni ofende a los
lectores dotados de inteligencia. A eso lo llaman los preceptistas ser un
clásico.
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