La historia de un niño que debe desplazarse
de un lugar a otro de España, por los traslados militares de su progenitor, es
tan absolutamente anodina y gris como la historia de alguien que moja una
magdalena en té antes de comérsela o que espera la celebración de un juicio que
se ha entablado inverosímilmente contra él. Pero la literatura nunca ha sido, y
nunca será, un arte relacionado con el qué,
sino con el cómo. Quevedo resulta más
literario hablando del ojo del culo que Paulo Coelho recreándose en
rimbombancias sobre universos armónicos y conspiradores. Por eso Alevín de Franco, de José Cubero Luna,
es un libro estupendo: la elegancia formal, la fluidez narrativa, el acierto
con el que siempre elige el enfoque que se ha de dar a cada episodio,
convierten estas páginas memorialísticas en un suculento festín para el buen
degustador literario.
El muchacho que las vertebra llega hasta
Córdoba en un camión destartalado mientras siente que con esta nueva variación
geográfica (la anterior escala había sido Murcia) se clausura su niñez y
alborea su adolescencia. Finísimo retratista, José Cubero nos dibuja a un chico
repetidor, que adora la literatura y al que se le atragantan las matemáticas
(“que no se acomodaban a un cerebro surrealista como el mío”, 53); admirador
entusiasta de las innovaciones taurinas de El
Cordobés; y que, obligado por el fervor de su padre, ve sus pasos juveniles
encaminados hacia el mundo militar, del que se irá distanciando lenta pero
inexorablemente.
Pero que los lectores no se llamen a
engaño: el anecdotario y la crónica de aquellos meses de acuartelamiento (las
órdenes absurdas, el soldado homosexual, la rigidez de los protocolos, el
machismo exhibicionista) no constituyen un vademécum de burlas, venganzas o
chistes gastados, sino que se revelan como las pinceladas, inteligentes y
certeras, que el autor utiliza para mostrarnos la devastación lánguida de un
alma contrariada. Por eso conviene leer Alevín
de Franco no solamente como un texto narrativo, sino también como un
documento psicológico y sociológico, donde se nos revelan múltiples aspectos de
aquella España (las represiones sexuales, la religiosidad pacata, el
militarismo rancio). Y, como guinda para esta deliciosa tarta novelesca, el
bello recorrido que José Cubero nos ofrece por los patios, rincones, monumentos
y calles de una Córdoba seductora e inolvidable, donde aquel lejano adolescente
despertó a la literatura, al sexo y al goce de la vida.
Tras la lectura de El archivo (que obtuvo el premio Cristóbal Zaragoza de novela corta
y que publicó la editorial Aguaclara en 2007) y, sobre todo, de las notables Memorias de un niño murciano
(MurciaLibro, 2016) se esperaba con curiosidad la siguiente entrega novelística
de este autor y lo cierto es que no ha defraudado ninguna de las expectativas
que generó. Poseedor de un elevado dominio de los resortes narrativos, José
Cubero consigue desde las primeras líneas de esta nueva obra capturar y retener
la atención de los lectores, a quienes conduce, encandilados, por las vidas del
narrador, del sargento Cuenca, de Alfonsito, de Lola Baena, del capitán Camps y
de todos los demás protagonistas de esta historia llena de encanto.
Su siguiente obra, Vistabella, mon amour (segunda parte de Memorias de un niño murciano), anunciada para la primavera del año
2018 por la editorial MurciaLibro, promete convertirse en todo un
acontecimiento.