Hablar de Ernesto Sabato es, para mí, hablar de un
referente literario y moral, de un hombre inteligente y noble con el que me he
sentido muchas veces en comunicación íntima a través de las páginas de sus
novelas y ensayos. Ahora, cuando ya no está entre los mortales (él, que siempre
estará entre los inmortales), leo su volumen España en los diarios de mi vejez, que edita Seix Barral. Son las
reflexiones que fue escanciando durante sus últimos días, mientras viajaba por
nuestro país para impartir charlas, celebrar encuentros con sus lectores y
recibir los homenajes que merecía (por citar un caso único, el nombramiento de
Doctor Honoris Causa por la Universidad Carlos III).
Sabato, que se sabe en los acantilados de su
existencia (“Todos enfrentaremos, algún día, el mismo dolor y la misma incertidumbre
ante la muerte”), constata con gozo que su actividad literaria “ayuda a la
gente a vivir”, y eso le anima a continuar anotando frases y reflexiones, en
múltiples territorios distintos. Aboga por las pequeñas librerías y las
pequeñas editoriales; confiesa que se hizo exorcizar dos veces durante su
juventud, pensando que el Mal podía encontrarse dentro de él; define
magistralmente las oraciones de cualquier religión como “esa locura de creerse
escuchados”; se muestra agradecido por las bondades que la vida le ha deparado,
sin olvidar a quienes no han tenido la misma suerte (“La vida ha sido muy
generosa conmigo, no tengo de qué quejarme; ¿y los demás?, ¿y todos los que
esperaron y sufrieron sin llegar nunca al amor, al trabajo creador, a los
amigos verdaderos, al sentido de la existencia?”); discrepa de los presuntos
beneficios de la globalización (“¡Qué espanto! Sacrificar las hermosas
diferencias por el imperio de la uniformidad”); explica que la vejez comporta
cierta desgana pugilística (“A medida
que se envejece uno tiene menos ganas de discutir, de dar razones. O se nos
cree o no”); reconoce que siempre ha sido una persona con terribles arranques
de enojo, furia y mal humor (que en las páginas de este libro resultan
evidentes, cuando nos relata cómo explota por nimiedades organizativas u
hoteleras); nos habla de su creciente obsesión por la muerte, muy normal si
tenemos en cuenta que ya era nonagenario cuando escribía estas páginas (“Ni
bien me descuido ya estoy pensando en la muerte. Ya estará cerca. Miro el
cuarto a mi alrededor para ver por cuál de las puertas entrará”)...
Y, por encima de todo, medita hondamente sobre la
condición de nuestro tiempo, que se le figura lleno de errores y desvíos
imperdonables: primero desde un punto de vista individual (“Viejo, yo veo qué
pocas de mis esperanzas se han cumplido, qué lejos está el mundo de lo que
deseé, imaginé, y por el que luché”) y después desde un punto de vista
histórico global (“Estamos en la fase final de una cultura y un estilo de vida
que durante siglos dio a los hombres amparo y orientación. Hemos recorrido
hasta el abismo las sendas del individualismo”).
Pero me quedo con una última bandera, alzada sin
descanso y hasta el día final. Una bandera ética, una bandera ilusionada, una
bandera que tremola aunque no haya viento. Podemos encontrarla en la página 140
del volumen y la reproduzco aquí, para quienes no tengan el libro a mano: “Vale
la pena desear, es lo que les repito a los jóvenes. Siempre les hablo de la
esperanza. Porque creo que hay un valor mayor que la posibilidad o
imposibilidad de concreción de un deseo. Que es mantener vivo ese ideal.
Independiente de los resultados. Quizá no se haya plasmado pero nos transformó
a nosotros, nos hizo menos realistas,
es decir, menos cínicos. Creo en la fuerza y la transformación que nos da el
vivir con un ideal. Los años traen la esperanza de haber pasado a otros esa
utopía, esa antorcha, de ver que si el propio deseo de algo no se cumplió, sí
se cumplió la posibilidad de mantener ese fuego del deseo para que otros lo
lleven adelante. Ésa es la vida”.
1 comentario:
This is gorgeous!
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