jueves, 4 de abril de 2013

Wilde total



Oscar Guay. Creo que con esa broma fonética se puede sintetizar perfectamente lo que Luis Antonio de Villena trata de ofrecernos en este libro: la imagen (subjetiva, pero muy documentada) de Oscar Wilde, aquel adorador de la Belleza que odiaba el deporte, que sentía repulsión por cualquier forma de vulgaridad, que se embarcó en el ejercicio del dandismo (“Un dandi se quiere distante porque se sabe solo”, p.41) y que, tras años de fama y esplendor, conoció la cárcel (no sólo la célebre de Reading, a la que inmortalizó en un texto maravilloso, sino también las de Pentonville y Wandworth), paladeó los acíbares de la humillación pública y cayó fulminado por el odio social que se derivó de sus gustos homosexuales.
Seducido desde los 15 años (así lo reconoce explícitamente en el prólogo) por la imagen de este personaje, que supo fabricar estilo en su obra, en su vestimenta y en su creación literaria, Luis Antonio de Villena vuelve una vez más al análisis de Wilde, al que ya ha dedicado un alto número de páginas. Y lo hace desde una posición claramente afecta al escritor irlandés, aunque se vea obligado a reconocerle algunas sordideces bastante lamentables, como el modo en que hizo sufrir a su esposa Constance Mary Lloyd o el hecho de haber conocido a uno de sus mejores amigos, Robert Ross, en un urinario público en 1886.
Pero esta postura favorable a Wilde (que es legítima y que comparto) no es razonable que conduzca a afirmaciones tan paradójicas como las que Villena imprime en este libro. Así, tras narrar la vida excéntrica, snob, alcohólica, epatante y exquisita del protagonista, concluye que “pocos hombres ha habido menos frívolos que Oscar Wilde” (p.276). O esa fórmula chocantísima incluida en la página 233, donde arguye que el escritor no fue una persona promiscua (aunque Villena llega a anotar más de 20 nombres de amantes —entre los que destaca la tormentosa relación que lo unió a lord Alfred Douglas— y Rupert Croft-Cooke contabiliza otros 39 amantes en sus años postreros). La simpatía por Wilde (que, insisto, comparto) no debe llevar a la ceguera.
La obra, por lo demás, informa meticulosamente sobre la espléndida relación que Wilde mantuvo con el atormentado pintor Toulouse-Lautrec; de la cordialidad intermitente que lo unió a André Gide; o de la frialdad que siempre reservó para Marcel Proust. Una visión, pues, muy completa sobre uno de los escritores aforísticos más notables de la lengua inglesa.

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