Muchas veces he pensado lo curioso que sería si,
además de existir los cronistas oficiales de un determinado lugar (como José
Antonio Melgares lo es de Caravaca de la Cruz), existiesen los cronistas
oficiales de una época, de un tiempo, de una etapa de nuestra vida. Y retomo la
vieja idea después de leer este poemario de Pascual García, galardonado con el
premio Francisco Sánchez Bautista y publicado ahora por el sello madrileño
Vitruvio, porque el escritor de Moratalla ha ido parcelando en sus versos,
libro tras libro, un territorio agrio y dulce a la vez, con aromas, sonidos y
olores inconfundibles, donde burbujean ciertas imágenes recurrentes, intensas y
duras: las migas pobres comidas en círculo alrededor de la sartén, metiendo todos
la cuchara con un riguroso orden respetuoso; las conversaciones nocturnas de la
familia al amparo de la lumbre, que dota a los rostros de tonalidades rojizas y
al ambiente de una pátina oscura, casi tenebrista; la fatigosa aspereza bíblica
del trabajo campesino de sol a sol, en condiciones miserables; la sed atroz que
martiriza a quienes no pueden abandonar con frecuencia el tajo y notan la
saliva espesándose en la boca; la vendimia desangelada y lluviosa en Francia,
de donde se volvía con la espalda destrozada, las manos rendidas y un puñado de
billetes arrugados en el bolsillo; esos domingos milagrosos que adquirían la
condición de paréntesis, y en los cuales se madrugaba menos y se bebía vino en
las tabernas para celebrar de alguna manera el descanso diminuto de la semana;
etc.
Yo creo que todo poeta auténtico (los hay
simplemente aficionados, y en verdad que son la mayoría) se caracteriza porque después
de un proceso de depuración muy laborioso y lleno de meandros hace suyo un
espacio, un tiempo, un tema, y desde ese instante gira siempre alrededor de él,
o al menos en su proximidad. Es lo que ha hecho con exquisita brillantez y con
espectaculares resultados Pascual García: pintar con los colores de sus versos
el cuadro al óleo de su infancia, en una época difícil y en un lugar pobre.
Así, los poemas se convierten en testimonios, en cajitas llenas de formol donde
el tiempo queda apresado y retratado, en misteriosos anaqueles donde se ordenan
los recuerdos de un tiempo que la literatura rescata del olvido absoluto.
Desde el punto de vista técnico, Pascual García
sigue utilizando con elegancia los endecasílabos y heptasílabos, y continúa comprometido
en un proceso depurativo del lenguaje que lo lleva a acendrarse en una pureza
de arcilla o de luz, donde ya no se persigue la pirotecnia sino la autenticidad
exacta de las palabras, de las frases, de las ambientaciones. Unamuno opinó una
vez que la poesía era demasiado importante como para convertirse en música,
pero se quedó a un peldaño de la verdad, porque el poeta auténtico sí que
construye sus versos sobre un pentagrama emocional lleno de cadencias y ritmos.
Lo que evita es el sonsonete, que
tantos confunden erróneamente con la eufonía. Música es Vivaldi. Sonsonete es
King África.
En el poema “Jornaleros” asegura Pascual que él escribe
para recordar las supervivencias anónimas y heroicas de tantos hombres humildes
como han tenido que padecer la ignominia de la Historia. Pocas veces ética y
estética se han unido con tanta brillantez en un libro de versos.
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