El modo en que se hace frente a un revés de la vida o a un infortunio inesperado suele ser altamente revelador del temple que uno posee. El estoicismo, la rabia, la tranquilidad o la iracundia son las válvulas de escape más habituales. El humor, por el contrario, es menos frecuente. Jorge Luis Borges, desdeñado eterno por la academia sueca, definía su postergación del premio Nobel de Literatura como “una costumbre escandinava”; y el no menos genial Mark Twain, en el año 1897, dirigió un telegrama a la redacción del New York Journal con motivo de la noticia periodística donde se anunciaba su muerte, a la que tildó de “exageración”.
Marcel Proust, uno de los más grandes
novelistas franceses de la Historia, se vio sorprendido a principios del siglo
XX por un desagradable enredo: un hábil ingeniero llamado Henri Lemoine
afirmaba que había descubierto la fórmula para fabricar diamantes de una manera
sencilla y con un coste ridículo. La polvareda que se derivó de tal asunto lo
llevó a entrevistarse con Julius Werner, presidente de la compañía De Beers
(especializada en la comercialización de diamantes), a quien le ofreció
mantener en secreto dicha fórmula a cambio de una exorbitante cantidad de
dinero. Werner, temiendo un colapso del mercado mundial si se hacía pública la
fórmula de Lemoine, accedió a sus requerimientos. Al cabo de los años, y tras
no pocas vicisitudes (en las cuales se incluyó un pequeño período de cárcel
para el estafador), Henri Lemoine y su esposa desaparecieron para siempre, llevándose
los millones de francos que habían conseguido.
Marcel Proust, que era accionista
minoritario de la compañía De Beers, vivió de cerca aquella rocambolesca
situación. Y en el año 1919 publicó este librito donde abordaba el asunto de
una manera altamente original: elaborando nueve pastiches en los que imaginaba
cómo contarían el suceso otros tantos escritores franceses de la época. Así,
nos presenta un texto atribuido a Honoré de Balzac, lleno de florituras
tediosas, de digresiones constantes y de remisiones a otros libros suyos, para
que el lector acuda a ellos (al modo en que también lo hacía en España Julián
Marías, por ejemplo); otro texto firmado con el nombre de Gustave Flaubert,
atiborrado de evanescencias morosas; otro más, complementario del anterior,
donde Sainte-Beuve critica la versión de Flaubert (sorprendente juego de cajas
chinas por parte de Proust); una versión de Ernest Renan, donde la asfixia que
deparan los adjetivos es anonadante; o una página del diario de los hermanos
Goncourt donde, entre otros detalles, se recoge la estrafalaria e irónica
noticia de que “Marcel Proust se ha suicidado tras la caída de los valores
diamantíferos” (p.54). Los nombres de Régnier, Michelet, Émile Faguet o
Saint-Simon completan este mosaico sonriente, distendido y juguetón.
Suele pregonarse de ciertos escritores
(como del propio Marcel Proust, Emmanuel Kant o Edgar Allan Poe) que sus
páginas carecen de todo asomo de sentido del humor; pero El asunto Lemoine,
traducido por Ascensión Cuesta y editado hermosamente por el sello
Funambulista, viene a demostrar que no es así. Frente a la minuciosidad
exquisita aunque tal vez algo plúmbea de otros libros suyos, aquí Marcel Proust
se autoriza la pirueta, la broma, la sonrisa; y el resultado es un volumen tan
singular como interesante, que llama la atención de los lectores de un modo
irrefutable.
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