Baltasar Gracián lo dijo, con su prosa
nudista: «Más obran quintaesencias que fárragos». Y aunque la sentencia no se
pueda —ni se debe— aplicar a los textos puramente literarios, porque la belleza
a veces anida en la sencillez y a veces en el barroquismo, sí que ayuda para
rebatir a quienes adjetivan de menor
e incluso de tramposo el moderno
caudal de los microrrelatos. Y tampoco aporta dicterios razonables —ni
razonados— el crítico que se escuda en el hecho, incontestable, de que existen
infinitos microrrelatos que se reducen al esqueleto del chiste, del juego de
palabras o de la paradoja simplista. Concedido. Pero no es un argumento de peso
contra el género, sino contra sus
malos representantes. Aceptar su validez sería como despreciar a Vicente
Aleixandre con la peregrina ocurrencia de que casi todos los poetas
surrealistas son unos impostores o unas medianías.
Dentro de la torrentera rica, sugerente
y luminosa que los microrrelatos aportan al mundo de la literatura actual (y me
limitaré a ofrecer cuatro nombres que lo ejemplifican: Fernando Iwasaki, Ángel
Olgoso, Miguel Ángel Zapata y Manuel Moyano), acabo de descubrir a otro
narrador sumamente interesante: Jesús Esnaola. El sello editorial Paréntesis
nos ofrece ahora su colección de historias Los
años de lluvia, que contiene páginas memorables, no sólo por la brillantez
sinóptica de sus propuestas argumentales sino también por el acierto de su
ejecución. Sirvan como ejemplo algunas narraciones de este volumen, como la
titulada Capitalismo, en la que el
escritor donostiarra reflexiona sobre la horrenda condición subterránea y
terrorífica de la vida, que se rige invisiblemente (Miguel de Unamuno lo dejó
escrito) por un festín de antropofagia; o como Mariposas, donde se analizan las posibles aplicaciones prácticas
del célebre ‘Efecto mariposa’ a la vida cotidiana del narrador. Tenemos aquí
dos historias, extraídas de las primeras páginas del libro, donde Jesús Esnaola
nos muestra el evidente vigor de su prosa y su acertada selección de palabras y
enfoques para construir un orbe mínimo, pero perfecto y cerrado, al modo de una
impoluta canica de metal.
Pero es que si continuamos avanzando
por la obra (y la maravilla de sus primeros relatos nos lo pone fácil para que
actuemos así), el encanto no hace sino aumentar y aquilatarse. Nos
encontraremos en esa exploración con la delicia tierna y melancólica de un
hombre que asiste al funeral de un compañero de juegos de infancia, aguardando
el momento en que se producirá el milagro que sólo él conoce (Esperanza); con la inesperada reacción
de un padre que, después de esperar trillizos, recibe por parte de la enfermera
la noticia de que en realidad han nacido dos hijos solamente (Trillizos); con las asombrosas
posibilidades que imprimen en el carácter humano los dibujos de las aceras (Geometría); o con un médico muy
especial, que puede conseguir que sus pacientes adelgacen de forma estrepitosa
y permanente gracias a un mecanismo tan sencillo como inquietante (La coronilla). Y nos formularemos
también algunas interrogaciones, inducidas por Jesús Esnaola, que provocarán en
nosotros asombro o sonrisa. Así, en Malos
tiempos sabremos de qué podría querellarse un monstruo contra su inventor,
y qué le echaría en cara si pudiera enfrentarse a él; y en El hatillo descubriremos qué es lo que hace un hombre no demasiado
convencido cuando su mujer le anuncia que ha decidido que tengan un bebé.
Añadan a esos ejemplos maravillas sintéticas como Tic-tac o delicias crueles como La
mesilla y se harán una idea bastante aproximada de lo que les espera en
este fantástico volumen.
Decía el argentino Jorge Luis Borges,
con la contundencia epigramática que siempre reservó para sus dicterios, que
quizá un solo hexámetro de Virgilio era el contrapeso necesario que la Historia
de la Literatura utilizaba para sobreponerse al plúmbeo poema del Cid. No es
mala sentencia, y quizá podríamos reutilizarla para sintetizar lo que Los
días de lluvia aporta al panorama narrativo actual: un respiradero y una
ventana, una ráfaga de luz frente a demasiados escritos ombliguistas, en los
que los lectores naufragan o se asfixian. Jesús Esnaola Moraza recupera esa
vieja tradición de contar. Y de contar bien, además. Con pocas palabras, pero
con mucha clase. Con poca extensión, pero con mucha intensidad. Un auténtico
lujo, vaya.
1 comentario:
Me alegro mucho de leer una reseña así, por lo que tiene de crítica frente al microrrelato fútil, y por lo que tiene de alabanza fundada del libro de Jesus.
"Mucha clase", qué cierto. Así escribe Jesus, con precisión y sin estrépitos, sabiendo defender la elección de cada una de sus palabras y el fondo que sustenta cada microrrelato.
Un saludo
Gabriel
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