Deliciosa. No hay otro adjetivo que, a mi parecer, defina con más exactitud la novela El cartógrafo de Lisboa, de Erik Orsenna, que la editorial Tusquets acaba de situar en las librerías. Es, a no dudarlo, una novela histórica, una espléndida novela histórica; pero también es mucho más: un fascinante retrato de época, una profunda aproximación al alma humana y una revisión —documentada, serena y firme— sobre los primeros años de la conquista de América, donde la sangre y el oro brillaron con igual intensidad sobre las enormes tierras del Nuevo Mundo.
El protagonista es un hombre ya anciano, zaherido por la enfermedad y el tedio. Durante su juventud, trabajó como cartógrafo en la capital portuguesa (lo contrataron en 1469, por su extraordinaria capacidad para escribir con letras de tamaño minúsculo) y ahora, viviendo en la isla de La Española en 1511, justifica sus últimas horas rememorando lo que ha sido su vida ante dos hombres singulares: uno se llama Jerónimo y es un simple copista, que tiene como tarea la de registrar por escrito todos los detalles de sus confesiones; el otro es fray Bartolomé de las Casas, que pide a su homónimo interlocutor que se extienda cuanto desee: no hay menudencia que le resulte desdeñable para la documentación de su informe, en el que pretende que quede reflejada toda la verdad del proceso de conquista. No es preciso andarse con más tapujos ni más misterios: el narrador de la historia (y protagonista por tanto de esta singular experiencia memorialística) es Bartolomé Colón, hermano menor del Almirante. Él nos irá contando, con una prosa elegante y llena de belleza, cómo recibió sus primeras enseñanzas de un religioso analfabeto, que trató de educarlo en la santa ignorancia, pues a Dios no le gustan aquellos que indagan en los misterios de la naturaleza («¿Por qué los curas tenían tanto miedo a la verdad?», p.49) y cómo, en 1476, la calma de su vida quedó perturbada: justo en el instante en que su hermano Cristóbal comenzó a desarrollar su proyecto de viajar a las Indias por mar.
El padre Las Casas, que desea recabar detalles sobre todo de Cristóbal, tiene que escuchar con paciencia cómo su hermano Bartolomé le refiere todo tipo de anécdotas sobre su vida lisboeta: la llegada de un misterioso animal llamado rinoceronte, que provocó estupefacción entre los habitantes de la ciudad cuando fue desembarcado (pp.54-60); la manera singular a imaginativa en que imponían nombre a las plantas y animales que iban llegando de las expediciones africanas (pp.66-67); ese jardín al que las mujeres de los marineros que llevaban meses fuera del hogar acudían para copular con hombres ciegos (sin palabras, sin nombres, sin que peligrase su reputación); la anonadante costumbre de las grandes damas, que se desnudaban sin pudor ante sus esclavos negros, por no considerarlos personas, ni considerar que pudieran sentir impulsos como los varones blancos; la obsesión que los hermanos Colón llegaron a tener con el libro Imago Mundi, del teólogo francés Pierre D’Ailly, que luego serviría grandemente a Cristóbal para trazar su plan de viaje; o las referencias a una mujer llamada Isabel, a la que pretendió de un modo estéril por estar ya casada, y a quien identifica como su «único amor» (p.111). Pero tampoco ahorrará detalles Bartolomé Colón acerca del grave error que cometió la corona lusa al desdeñar la financiación del viaje («Portugal rechazó el regalo de mi hermano», p.269); de la vergüenza que sintió en el año 1500, cuando lo llevaron preso a España como a un vulgar malhechor; o de la fortísima y desagradable impresión que le produjeron los sangrientos perros que Vasco Núñez de Balboa puso al servicio de los soldados españoles para destrozar y devorar a los despavoridos indígenas («¿Por qué descubrir, si matamos a los que descubrimos?», p.325)... Utilizando una documentación que se adivina elevada pero que jamás nos entorpece la lectura con erudiciones o fárragos, Erik Orsenna consigue en esta obra un texto novelístico de primer orden, donde conviven el humor, la ironía, la dureza, la melancolía, la reflexión y las ambientaciones históricas, para entregarnos unas páginas que difícilmente dejarán insatisfecho a lector alguno. Una de las mejores narraciones que he leído en los últimos meses.
El protagonista es un hombre ya anciano, zaherido por la enfermedad y el tedio. Durante su juventud, trabajó como cartógrafo en la capital portuguesa (lo contrataron en 1469, por su extraordinaria capacidad para escribir con letras de tamaño minúsculo) y ahora, viviendo en la isla de La Española en 1511, justifica sus últimas horas rememorando lo que ha sido su vida ante dos hombres singulares: uno se llama Jerónimo y es un simple copista, que tiene como tarea la de registrar por escrito todos los detalles de sus confesiones; el otro es fray Bartolomé de las Casas, que pide a su homónimo interlocutor que se extienda cuanto desee: no hay menudencia que le resulte desdeñable para la documentación de su informe, en el que pretende que quede reflejada toda la verdad del proceso de conquista. No es preciso andarse con más tapujos ni más misterios: el narrador de la historia (y protagonista por tanto de esta singular experiencia memorialística) es Bartolomé Colón, hermano menor del Almirante. Él nos irá contando, con una prosa elegante y llena de belleza, cómo recibió sus primeras enseñanzas de un religioso analfabeto, que trató de educarlo en la santa ignorancia, pues a Dios no le gustan aquellos que indagan en los misterios de la naturaleza («¿Por qué los curas tenían tanto miedo a la verdad?», p.49) y cómo, en 1476, la calma de su vida quedó perturbada: justo en el instante en que su hermano Cristóbal comenzó a desarrollar su proyecto de viajar a las Indias por mar.
El padre Las Casas, que desea recabar detalles sobre todo de Cristóbal, tiene que escuchar con paciencia cómo su hermano Bartolomé le refiere todo tipo de anécdotas sobre su vida lisboeta: la llegada de un misterioso animal llamado rinoceronte, que provocó estupefacción entre los habitantes de la ciudad cuando fue desembarcado (pp.54-60); la manera singular a imaginativa en que imponían nombre a las plantas y animales que iban llegando de las expediciones africanas (pp.66-67); ese jardín al que las mujeres de los marineros que llevaban meses fuera del hogar acudían para copular con hombres ciegos (sin palabras, sin nombres, sin que peligrase su reputación); la anonadante costumbre de las grandes damas, que se desnudaban sin pudor ante sus esclavos negros, por no considerarlos personas, ni considerar que pudieran sentir impulsos como los varones blancos; la obsesión que los hermanos Colón llegaron a tener con el libro Imago Mundi, del teólogo francés Pierre D’Ailly, que luego serviría grandemente a Cristóbal para trazar su plan de viaje; o las referencias a una mujer llamada Isabel, a la que pretendió de un modo estéril por estar ya casada, y a quien identifica como su «único amor» (p.111). Pero tampoco ahorrará detalles Bartolomé Colón acerca del grave error que cometió la corona lusa al desdeñar la financiación del viaje («Portugal rechazó el regalo de mi hermano», p.269); de la vergüenza que sintió en el año 1500, cuando lo llevaron preso a España como a un vulgar malhechor; o de la fortísima y desagradable impresión que le produjeron los sangrientos perros que Vasco Núñez de Balboa puso al servicio de los soldados españoles para destrozar y devorar a los despavoridos indígenas («¿Por qué descubrir, si matamos a los que descubrimos?», p.325)... Utilizando una documentación que se adivina elevada pero que jamás nos entorpece la lectura con erudiciones o fárragos, Erik Orsenna consigue en esta obra un texto novelístico de primer orden, donde conviven el humor, la ironía, la dureza, la melancolía, la reflexión y las ambientaciones históricas, para entregarnos unas páginas que difícilmente dejarán insatisfecho a lector alguno. Una de las mejores narraciones que he leído en los últimos meses.
2 comentarios:
Apuntada.
Estupenda reseña, habrá que apuntar el libro en la lista de "Por leer".
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