Recuerdo que, hará cosa de quince o veinte años, leí un singular libro firmado por Pablo Huneeus y cuyo título era Homo burocraticus (la Real Academia Española exigiría hoy una tilde en la segunda palabra). Allí, con humor, desparpajo y prosa fácil, se nos caracterizaba a aquellas personas que, instaladas en el seno de la Administración Pública, chapotean en labores más o menos nebulosas, más o menos rutinarias, más o menos inútiles. Ahora, el francés Jean-Claude Lalumière (Burdeos, 1970) nos da su versión de ese espíritu burocrático, circunscribiéndolo a la diplomacia gala. La obra, que apareció en 2010, ha sido traducida por Paula Cifuentes para el sello barcelonés Libros del Asteroide y es, sin duda, un libro espléndido.
Su protagonista es un joven que consigue aprobar unas oposiciones como funcionario y que, después de cinco años de desempeño laboral, está destinado en el Ministerio de Asuntos Exteriores francés. Desde pequeño era un fervoroso lector de la revista Geo y eso le hizo enamorarse de países y paisajes que ahora, en su edad adulta, está deseando conocer. Para ello (pensó), nada más atinado que entrar en la carrera diplomática. Es una profesión que te permite ver mundo, conocer sus peculiaridades, desempeñar tu labor entre gentes diversas, conocer idiomas, tener trato con culturas distintas... Pero la realidad ha venido a golpearlo con la maza de lo anodino: su trabajo es de una grisura y de una inanidad lamentables. Para más inri, ni siquiera lo destinan a un lugar exótico, sino a las misteriosas oficinas a las que se conoce como “El frente ruso”, donde se estudian y pulen las relaciones con los países de la Europa del Este y Siberia. Descubrirá allí de inmediato que los sueños se oxidan rápidamente cuando resultan expuestos al aire de la realidad: sus viajes serán rancios, acelerados o infructuosos; sus gestiones, más folclóricas que importantes; y sus relaciones con los compañeros, tan falsas como precarias. Muy pronto aprenderá los absurdos de su oficio («El valor de un funcionario se mide por la cantidad de expedientes que tiene a su cargo, incluso si alguno no sirve más que para sostener a los otros en la estantería», p.75) y la enorme cantidad de gente rara a la que puede conocerse por ahí (como esa pareja que sólo viaja a destinos turísticos que han sido azotados por una catástrofe reciente, porque así obtienen unos precios baratísimos: «Visitamos Nueva York en 2001, Bali en 2002 y Madrid tras los atentados de Atocha. Sin olvidar Tailandia en 2006, justo después del tsunami», p.105).
Pero lo interesante de la narración no radica únicamente en este retrato sarcástico o desmitificador de la diplomacia, sino también en el humor que a veces impregna las páginas de la novela. Basta recordar, por ejemplo, aquella secuencia retrospectiva de las páginas 50-51 donde, tras haber escuchado en labios de su padre la palabra Homosexual, el protagonista, con apenas ocho años, se enredó a buscar en el diccionario y llegó a la hilarante conclusión de que era «alguien al que le gustaban los animales y plantas y que no dudaba en regalarlos a aquellos que tenían el mismo sexo que él»; o el delirante episodio de la paloma (que se desarrolla entre las páginas 63 y 74 a base de correos electrónicos y que supone una inmejorable sátira de los métodos administrativos); o cuando el narrador explica que, durante su niñez, las pastillas contra el mareo no le servían para nada durante los viajes que la familia llevaba a cabo («Para mí tenían el mismo efecto que una fricción de Vicks Vaporub sobre una mesa de madera», p.170). Y, sobre todo, recomiendo fervientemente a los lectores que se detengan con especial lentitud y con especial atención en el excelente final lánguido de la obra, semejante en belleza y eficacia narrativa a los de La tempestad (Juan Manuel de Prada) o El dueño del secreto (Antonio Muñoz Molina). Por múltiples razones (las enumeradas, pero también las que han tenido que quedar fuera, por simple cuestión de espacio), El frente ruso, de Jean-Claude Lalumière, es una novela altamente recomendable, que el público español haría muy bien en no dejar de lado: se sonríe, se aprende y se disfruta muchísimo con ella.
Su protagonista es un joven que consigue aprobar unas oposiciones como funcionario y que, después de cinco años de desempeño laboral, está destinado en el Ministerio de Asuntos Exteriores francés. Desde pequeño era un fervoroso lector de la revista Geo y eso le hizo enamorarse de países y paisajes que ahora, en su edad adulta, está deseando conocer. Para ello (pensó), nada más atinado que entrar en la carrera diplomática. Es una profesión que te permite ver mundo, conocer sus peculiaridades, desempeñar tu labor entre gentes diversas, conocer idiomas, tener trato con culturas distintas... Pero la realidad ha venido a golpearlo con la maza de lo anodino: su trabajo es de una grisura y de una inanidad lamentables. Para más inri, ni siquiera lo destinan a un lugar exótico, sino a las misteriosas oficinas a las que se conoce como “El frente ruso”, donde se estudian y pulen las relaciones con los países de la Europa del Este y Siberia. Descubrirá allí de inmediato que los sueños se oxidan rápidamente cuando resultan expuestos al aire de la realidad: sus viajes serán rancios, acelerados o infructuosos; sus gestiones, más folclóricas que importantes; y sus relaciones con los compañeros, tan falsas como precarias. Muy pronto aprenderá los absurdos de su oficio («El valor de un funcionario se mide por la cantidad de expedientes que tiene a su cargo, incluso si alguno no sirve más que para sostener a los otros en la estantería», p.75) y la enorme cantidad de gente rara a la que puede conocerse por ahí (como esa pareja que sólo viaja a destinos turísticos que han sido azotados por una catástrofe reciente, porque así obtienen unos precios baratísimos: «Visitamos Nueva York en 2001, Bali en 2002 y Madrid tras los atentados de Atocha. Sin olvidar Tailandia en 2006, justo después del tsunami», p.105).
Pero lo interesante de la narración no radica únicamente en este retrato sarcástico o desmitificador de la diplomacia, sino también en el humor que a veces impregna las páginas de la novela. Basta recordar, por ejemplo, aquella secuencia retrospectiva de las páginas 50-51 donde, tras haber escuchado en labios de su padre la palabra Homosexual, el protagonista, con apenas ocho años, se enredó a buscar en el diccionario y llegó a la hilarante conclusión de que era «alguien al que le gustaban los animales y plantas y que no dudaba en regalarlos a aquellos que tenían el mismo sexo que él»; o el delirante episodio de la paloma (que se desarrolla entre las páginas 63 y 74 a base de correos electrónicos y que supone una inmejorable sátira de los métodos administrativos); o cuando el narrador explica que, durante su niñez, las pastillas contra el mareo no le servían para nada durante los viajes que la familia llevaba a cabo («Para mí tenían el mismo efecto que una fricción de Vicks Vaporub sobre una mesa de madera», p.170). Y, sobre todo, recomiendo fervientemente a los lectores que se detengan con especial lentitud y con especial atención en el excelente final lánguido de la obra, semejante en belleza y eficacia narrativa a los de La tempestad (Juan Manuel de Prada) o El dueño del secreto (Antonio Muñoz Molina). Por múltiples razones (las enumeradas, pero también las que han tenido que quedar fuera, por simple cuestión de espacio), El frente ruso, de Jean-Claude Lalumière, es una novela altamente recomendable, que el público español haría muy bien en no dejar de lado: se sonríe, se aprende y se disfruta muchísimo con ella.
1 comentario:
Me encanta la reseña, y especialmente, que los sueños se oxidan rápidamente cuando resultan expuestos al aire de la realidad...
Publicar un comentario