Decía
Antonio Gala, hace ya muchos años, que no hay nada que una tanto a dos personas
como mirar algo juntas. Mucho más, decía él, que mirarse la una a la otra a los
ojos. Y con los escritores quizá la fórmula admita una variante: no hay nada
que los retrate más y mejor que observar el modo –cruel, arbitrario,
sistemático, amable, distendido, agrio, displicente, burlón– en que ellos
retratan a los demás. Julio Camba, periodista culto y de enorme producción
poliédrica, dedicó una parte de sus artículos de prensa, durante años, a
dibujar semblanzas de escritores y pensadores que, por un motivo u otro,
recabaron su atención. La editorial Fórcola, de la mano de Francisco Fuster,
las reúne ahora en un delicioso volumen.
En estas
páginas, y como muy atinadamente indica el propio Fuster, “lo que capta nuestro
autor son una especie de escorzos en los que siempre se nos revela una faceta
desconocida de esa personalidad sobre la que ya creíamos conocerlo todo”
(p.10). Y maneja para ello “un razonamiento metonímico para llevarnos de la
parte al todo”. Es exacto. Julio Camba, el irónico, versátil y endiabladamente
ingenioso Julio Camba, era capaz de aprehender el espíritu de sus personajes
con una velocidad y una exactitud anonadantes. Y aunque luego no compartamos
como lectores todos sus juicios siempre admiramos sus ojos de bisturí.
Pongamos
algunos ejemplos. Al nicaragüense Rubén Darío, después de tildarlo de maestro
lo reputa de “el más ilustre de todos sus compatriotas” (p.45). A Edmond Rostand,
en cambio, le reserva dicterios menos edulcorados, tanto en el aspecto personal
como en el literario (“Me es muy antipático […]. No tiene nada absolutamente de
poeta”, p.73). Tampoco le duelen prendas a la hora de crucificar a Marcel
Prévost con un eslogan desdeñoso (“Un cursi insoportable”, p.79) o de
adjudicarle al sacrosanto Karl Marx un adjetivo de lo más explícito
(“fantasmón”), justo después de retratarlo en tonos ácidos (“Era un evangelista
de la igualdad social, pero se expresaba en una forma perfectamente pedantesca
y no tenía el menor interés en llegar al corazón del pueblo”, p.185).
En
ocasiones, Julio Camba se decide por el retrato paradójico, como el que
articula sobre el vasco Pío Baroja (“No le he admirado, a pesar de sus
incongruencias, sino por sus incongruencias, ni a pesar de sus faltas
gramaticales, sino por sus faltas gramaticales, ni a pesar de sus ideas
absurdas, sino por sus ideas absurdas”, p.53). Y en otras, utilizando como base
a un autor (en este caso. Paul Verlaine), elabora una crítica que se tiñe de
matices más generales (“¿No se ha de haber muerto, si lo han matado ustedes de
hambre? En el caso de Verlaine se puede asegurar que el poeta ha muerto, y a su
muerte han contribuido los periódicos, que no le tomaban trabajos, tanto como
los editores, que casi no le pagaban”, p.67)
¿Una galería
de retratos con la cual forjarse una imagen objetiva de sus protagonistas? En
modo alguno. Ni Julio Camba lo pretende ni hubiera sido capaz de sujetarse a
tal disciplina académica. Maestro de la pincelada, doctor en ironías y zumbas,
el periodista pontevedrés (que vivió sus últimos trece años hospedado en una
habitación del madrileño hotel Palace) se decanta por las miradas tangenciales.
Y el resultado, se lo puedo asegurar, es impagable.
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