Un investigador universitario llamado Vincent se ha propuesto elaborar un trabajo biográfico (que luego será publicado en forma de libro por una universidad inglesa) sobre un famoso escritor, que incluso ganó en su día el premio Nobel. Y para recabar informaciones y datos sobre el personaje decide mantener una serie de entrevistas con personas que fueron importantes en su vida o en su trayectoria profesional. Obviamente, tiene que reducir el universo de análisis a un grupo selecto de informadores, y opta por la doctora Julia Frankl (amante del escritor), por Margot Jonker (prima de éste), por Adriana Nascimento (madre de una de sus alumnas), por Martin (compañero del escritor en la universidad de El Cabo) y por Sophie Denoël (profesora de francés). Con sus testimonios va obteniendo luz para ciertas zonas oscuras de la vida del escritor analizado. Hasta ahí, sin problemas.
Lo peculiar viene cuando nos enteramos de la identidad del escritor al que se está intentando biografiar: un tal J. M. Coetzee, ya fallecido. Con esa cabriola de índole novelesca, alienada o pudorosa, comprendemos que el sudafricano Coetzee nos está intentando deslizar datos sobre su presunta biografía de un modo bastante original y bastante infrecuente. Reacio a desnudarse y a utilizar para su texto la primera persona, elige ser el paciente y el cirujano, el arquero y la diana, el espectador y el actor, como esas manos de Escher que se dibujan a sí mismas. La sensación es desde luego extraña: leemos a Coetzee mientras éste nos cuenta cómo Vincent anota lo que le dicen los demás sobre... Coetzee. Una filigrana literaria. Lo que ya no se puede garantizar (yo, al menos, no estoy en condiciones objetivas de hacerlo) es si el conjunto de revelaciones y detalles obedece siempre a la verdad, o incorpora elipsis y añadidos fantasiosos: mis conocimientos sobre este escritor no me autorizan a definirme con exactitud.
Lo que sí produce cierta sorpresa es que la imagen de John Coetzee que se recibe a través de estas páginas no está de ninguna manera edulcorada. Antes al contrario, las tintas se amontonan en el lado oscuro. Julia Frankl nos explica que Coetzee no la sedujo como hombre, y que desde el punto de vista sexual era alguien al que se podría definir como frío, casi autista: hablaba poco, sus muestras de pasión eran escasas y el regalo más romántico que le entregó fue un libro suyo, que llevaba por título Tierras de poniente. «No estaba construido para encajar en otro ser o para que otro ser encajara en él», nos resume en la página 86. Por su parte, Margot Jonker nos anota las palabras exactas que pronunció ante su primo John, con las que resumía el fondo último de su carácter en la página 150 del libro: «Si no te corriges, vas a convertirte en un amargado que sólo quiere que le dejen a solas en su rincón». Y la angoleña Adriana Nascimento, de la que Coetzee se prendó por sus atractivos femeninos pero que afirma no haberle correspondido nunca, le indica al biógrafo inglés que, si quiere ser honesto, titule el volumen El hombre de madera, porque ése es el rótulo que mejor le cuadraba a alguien tan apático, tímido, torpe y casi asocial como John Coetzee.
No, no estamos ante unas memorias complacientes. De ninguna manera. Si Camilo José Cela dijo de su Oficio de tinieblas 5 que aquella obra constituía «la purga de su corazón», es notorio que Coetzee podría afirmar algo similar de estas páginas, donde flotan sus incapacidades, sus limitaciones, sus fracasos y algunos de sus resbalones sentimentales y amistosos. La editorial Mondadori, con un criterio inmejorable, lleva unos años nutriendo a los lectores españoles con los libros de John Maxwell Coetzee (nacido en Ciudad del Cabo en 1940 y galardonado con el premio Nobel de Literatura en 2003), que supone una voz especial en el panorama de la actual narrativa. La traducción de Verano es de Jordi Fibla, auténtico titán de sólida trayectoria al que ya conocíamos por sus versiones de Thomas Pynchon, Arthur Miller, Toni Morrison o Roth. Una lectura para quienes estén dispuestos a sumergir en las heridas de un hombre que elige mostrarse despojado de todas las máscaras.
5 comentarios:
Arquero y diana, suena bien.
En el mejor de los casos, habrá mucha subjetividad en el asunto, por lo que no creo que se trate de la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Pero es que, además, me inclino a pensar que ni siquiera habrá intentado contarnos la verdad. Al contrario: la genialidad, aquí, sería la ficción con su nombre y apellidos. En cualquier caso, en tareas pendientes desde hace un montón de tiempo. Desde antes del Nobel. Desde antes del Mundial de su tierra, incluso
Muy buenas, Rubén. Me ha gustado mucho tu reseña, me incita a leer este libro de Coetzee, de quien me gustó bastante "Desgracia". Por lo que dices, desde luego que es original el planteamiento de la obra, y, sobre todo, que no sea nada complaciente retratándose a sí mismo. Antes me encantaba leer memorias de escritores, pero de un tiempo a esta parte me aburren, porque casi siempre son sinceras a medias, y los autores suelen juzgar con severidad a los demás mientras se reservan excusas para sus comportamientos "dudosos". Por eso me interesa especialmente lo que comentas de "Verano", además de lo original del planteamiento, alguien hablando mal de sí mismo en tercera persona.
Un abrazo y que pases unas buenas vacaciones
Gonzalo
Don Salvador Juan, ¿a que sí que suena bien? Suena como a zen. Pero creo que reproduce bien el espíritu de la obra.
Leandro, ¿y qué narrador dice la verdad por entero? A los contadores de historias (incluso cuando sea su propia historia) les pedimos mentiras hermosas. Nada más.
Gonzalo, es realmente un libro muy curioso. Posiblemente falsario, pero qué más da. Feliz verano,
Un atractivo bucle de objetividad y experiencia. Interesante, Rubén, la verdad no existe, ni en nuestra propia boca que, como sabemos, no se equivoca. Un montón de besos. Espero que lleves bien ese otro ejercicio de no ser uno mismo, el juego de la selección, tan arriesgado. Un abrazo, mañana voy para allá.
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