Thomas Bernhard (1931-1989) es un escritor que puede provocar en sus lectores unas reacciones auténticamente viscerales, a favor y en contra. Para unos, se trata de uno de los mejores narradores del siglo XX; para otros, de un insufrible prosista que maneja las espirales, las redundancias, los paralelismos sintácticos y las reiteraciones léxicas con una enervante prolijidad. La editorial Anagrama, con el auxilio traductor de Miguel Sáenz, nos ofrece ahora en su catálogo una obra de dimensiones mastodónticas (bordea el medio millar de páginas) que contiene todas las páginas autobiográficas del austríaco. Los volúmenes El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño nos van entregando, con la morosidad y el desgarro habituales de Bernhard, su universo de miedos, vacíos, frustraciones, convicciones y traumas. Mediante frases prolijas, elongadas, llenas de subordinadas, raíces, ramas y recovecos, vamos penetrando en su época de interno en Salzburgo; en sus estudios de violín, tan fascinantes como breves; en el agobio que le producían sus preceptores pro-nazis; en el primer bombardeo que sufrió su ciudad, en octubre de 1944 (“En la acera, delante de la capilla del Bürgerspital, pisé un objeto blando y, al mirar ese objeto, creí que se trataba de una mano de muñeca, y también mis compañeros de colegio creyeron que se trataba de una mano de muñeca, pero era una mano de niño arrancada a un niño”, p.35); en el olvido voluntario que todo el mundo parece haber decretado acerca de quienes vivieron aquellos años atroces (“Hay un cine en el lugar donde en otro tiempo hubo una fonda en la que la señora de Hannover me daba clases de inglés, y nadie sabe de qué hablo cuando hablo de ello, lo mismo que todos, al parecer, han perdido la memoria en lo que se refiere a las muchas casas destruidas y personas muertas de entonces, lo han olvidado todo o no quieren saber nada de ello cuando se les dirige la palabra”, pp.40-41); en su abuela, que lo llevaba todas las semanas a visitar cementerios, criptas y tumbas; en su época como aprendiz en el almacén de Podlaha, en el poblado de Scherzhauserfeld, donde se siente por primera vez en su vida útil (repite esa palabra obsesivamente en muchas páginas de este volumen); etc. Con una morosidad especial, donde las frases se convierten en galerías subterráneas, llenas de sofoco, aire viciado y carácter letánico, Thomas Bernhard nos entrega este denso vademécum de dolores, en el que arremete contra la ciudad de Salzburgo (“Creo que esta ciudad nada tiene que ver conmigo, porque no quiero tener nada que ver con ella”, p.51); contra las ideologías, sean del signo que sean (“Tanto el nacionalsocialismo como el catolicismo son enfermedades contagiosas, enfermedades del espíritu y nada más”, p.83); contra el sistema de enseñanza tradicional (propone que los institutos de enseñanza secundaria se supriman, y que queden sólo las escuelas elementales —para todos— y las universidades —para aquellos dotados de más cerebro—); o contra la ampulosidad de los pedantes (“Cuando habla un hombre sencillo, es una bendición. Cuanto más culta se vuelve la gente, tanto más insoportable se hace su parloteo”, p.405). Thomas Bernhard demuestra en estas páginas que su capacidad analítica y la agudeza de su pensamiento son tales que el mundo entero puede convertirse en continuo objeto de su contemplación y exégesis. Ese reconocimiento no es obstáculo para señalar que, en determinadas páginas de este volumen, su repetición de términos o la forma pegajosamente reiterativa de su sintaxis llegan a extremos quizá excesivos. Por ejemplo, en la página 49 nos encontramos con esta secuencia: “Durante diez días estuvo mi abuelo expuesto en el cementerio de Maxglan, pero el párroco de Maxglan denegó su inhumación porque mi abuelo no estaba casado por la Iglesia, la mujer que dejaba, mi abuela, y su hijo hicieron todo lo humanamente posible para conseguir su inhumación en el cementerio de Maxglan, que era el que le correspondía a mi abuelo, pero no se permitió su inhumación en el cementerio de Maxglan, en el que mi abuelo había deseado ser inhumado”... y continúa así durante más líneas, en una pirueta cansina que no te deja avanzar por el relato. Y en la página 95 (me ceñiré a dos ejemplos) repite hasta diecisiete veces la palabra ‘instituto’. Con todo, hay que leer a Bernhard. Sin duda nos encontramos ante uno de los puntales de la prosa del siglo XX, y conviene que bebamos en esa fuente que Miguel Sáenz y Anagrama nos ponen, en un cuidado tomo, al alcance de la mano.
lunes, 30 de noviembre de 2009
viernes, 27 de noviembre de 2009
Un cuento y una taza de café
Es una gran verdad que el café y la literatura han formado una especie de simbiosis que se ha mantenido a lo largo del tiempo, con su dosis de mitología, de sugestión, de creatividad y de atrezzo. Imaginar al escritor sentado a una mesa, con una taza de café humeante junto a los folios, forma parte de la mejor historia de la literatura. Ahora, la editorial Tres Fronteras, sumándose a la III Semana del Café, ha lanzado un coqueto volumen donde se recopilan seis historias de autores que han introducido esa bebida en sus ficciones.
Pedro García Montalvo ("La creación del mundo") nos cuenta cómo el escritor Aníbal Paredes acude al local donde celebra la tertulia con sus compañeros de letras; y cómo, por fin, tras varios días devanándose los sesos, consigue recordar qué era aquello que se olvidó de apuntar unas jornadas antes. Ahora, enfebrecido y feliz, empieza a escribirlo. Manuel Moyano ("Páginas inmortales") nos presenta a un escritor elitista, pulquérrimo y exquisito llamado Estanislao Garcerán, quien obtiene todo el dinero que necesita para subsistir redactando novelitas rosas con el florido seudónimo de Azucena Espriu. Pero esta doble personalidad literaria nos será mostrada al final del relato de un modo chocantísimo. Julia R. Robles ("El Cafetín de la Musaraña") convierte en el principal protagonista de su cuento a Paco, un jubilado que acude con asiduidad al local que regenta la cincuentona Juana Sansano, famosa por el enorme volumen de sus pechos, a quien terminará proponiendo matrimonio cuando su esposa fallezca. La respuesta que ella le brinda condiciona a partir de entonces la existencia entera de Paco. Pascual García ("Únicamente ella") edifica con un primor inigualable el paisaje interior de Teresa, una mujer a la que el paso del tiempo va convirtiendo en un despojo exótico en Puerto Errado. La soledad, el fracaso, la tristeza, el frío y la mezcla de odio y conmiseración que despierta en sus vecinos, tejen la malla gris de su vida. Antonio Parra Sanz ("Café solo"), en un texto de brillante estructura paralelística y avance amargo, empapado por la mordacidad de un humor sumamente inteligente, nos habla de Gonzalo, quien sufrirá embates laborales, económicos, conyugales y médicos con la resignación (finalmente quebrada) de un anacoreta. Y Lola López Mondéjar (que cierra este tomo con "Las invitadas") nos narrará cómo Clara, una mujer divorciada con una hija, decide prolongar sine die su estancia en el hogar que le ha prestado su amiga Anna. Para ello, cambia la cerradura, busca un trabajo, rompe lazos con su pasado... y arrastra a su hija en ese hundimiento absurdo. Venecia ejerce su hechizo sobre ella, y ni siquiera las peticiones de su hija, que está deseando volver a su antiguo hogar español, parecen convencerla... En suma, seis propuestas magníficas que nos servirán para recordar que en Murcia habitan unos cuentistas memorables, y que constituye un auténtico pecado de desidia no acercarse a sus obras.
jueves, 26 de noviembre de 2009
Por favor, sea breve 2
Miguel de Unamuno le dijo una vez por carta a Sergio Fernández Larraín, con seca precisión bilbaína, que, a su juicio, cada obra que se reeditase en el futuro debería quedar reducida de extensión, a fuerza de eliminarle lo superfluo (Cartas inéditas, Rodas, Madrid, 1972). Quién sabe si nuestro escritor más energúmeno no estaba, a su forma, presagiando los microrrelatos, esos universos-Aleph donde, en apenas un puñado de líneas, ha de trasladarse al lector una emoción, una sorpresa, un chispazo de buena literatura. La escritora Clara Obligado (en tareas de timonel) y la editorial Páginas de Espuma (como generoso buque) acaban de poner en las mesas de novedades una bella antología de éstos titulada Por favor, sea breve 2, donde podemos disfrutar de extraordinarias producciones del género, y de egregios nombres que han cultivado con acierto esta parcela creativa.
Así, veremos en estas páginas cómo la fotografía casual o melancólica de alguien puede hacernos descubrir que todos viajamos por la vida sujetos a idénticas zozobras ("Daguerrotipo", de Rafael Camarasa); o descubriremos las posibilidades fundacionales de una mente herida por la diferencia, que concibe mundos donde otros, miopes, sólo advierten anécdota fungible (“Ocaso de un imperio”, de Manuel Moyano); o nos sorprenderá constatar que una sílaba, una simple sílaba de dos letras, puede otorgar con su evaporación un significado inaudito a la microhistoria (“Último cuento”, de Juan Carlos García Rey); o no tendremos más remedio que reírnos con el humor surrealista que se desprende de los golpes espasmódicos que son propinados a un frasco relleno de moscas, en un texto que encantaría a Germán Coppini (“Descansos de la escritura”, de Hipólito G. Navarro); o nos maravillará —y horrorizará— descubrir cómo una historia de dragones que arrojan fuego y extienden la devastación puede quedar condicionada y empapada de un sentido macabro, en función del título que cobije el cuento (“1936”, de Inmaculada Porcel); o nos deleitará ese texto donde todos los vocablos están encabezados con la vocal A, en un procedimiento fabuloso que hubiera encantado a Jardiel Poncela (“Palabras parcas”, de Luisa Valenzuela)... Muchas, muchas sugerencias, que van poco a poco adelgazándose (como las huellas de las gaviotas en las playas, que diría el poeta chileno) hasta llegar al microrrelato de la página 223, tan exacto como transparente. Una de las últimas entregas del volumen la firma Ángel Olgoso y no me resisto a copiarla aquí. Se trata del texto "Conjugación", que dice así: “Yo grité. Tú torturabas. Él reía. Nosotros moriremos. Vosotros envejeceréis. Ellos olvidarán”. Estremecedor. Por cierto, que del andaluz Ángel Olgoso acaba de salir, también en Páginas de Espuma, la recopilación de cuentos La máquina de languidecer. Poco voy a tardar en sacarla en este blog.
lunes, 23 de noviembre de 2009
Paparruchas
Los cultivadores del mundo de la imagen poseen una mirada especial, una especie de virtud milagrosa para ahondar en su entorno y trasladarlo al papel o al celuloide de una forma tan sencilla como efectiva. De ahí que los humoristas gráficos y los cineastas resulten ser los grandes testigos de su tiempo, los notarios de la cotidianidad. En ese orden de cosas, hace poquísimos días que he podido leer unas declaraciones de mi buen amigo Antonio Gómez Rufo, en las que afirmaba que Luis García Berlanga es el mejor sociólogo español del siglo XX. Quizá podríamos decir lo mismo de Antonio Mingote y de algunos privilegiados más.
Álvaro Peña, murciano de la cosecha del 68, es humorista gráfico. Y no sólo realiza viñetas cómicas, o imparte talleres de acuarela, o forma parte de la Real Academia Alfonso X el Sabio, o alimenta con asiduidad un blog amenísimo (www.paparruchas1.blogspot.com), sino que ha tenido tiempo de licenciarse en Ciencias Políticas y Sociología, y además publicar varias obras. La última de ellas es la que aparece arriba: una selección de sus “Paparruchas”, que ha lanzado la editorial Tres Fronteras en su Línea Gráfica. El prólogo, breve, atinado y espléndido, lo pone Enrique Nieto, otro artista que enorgullece a su tierra. Y las 52 imágenes que vienen después son las reflexiones agudas que Álvaro nos propone acerca de la crisis económica, los políticos, la corrupción, los problemas educativos y culturales, la guerra de Afganistán y otras cuestiones de no menor interés. A mí las que más me gustan son las que aparecen en las páginas 43 (por su agudeza ecológica) y 51 (por su religiosidad modernizada). Aunque la reina del volumen se me antoja la página 28, donde la vestimenta de las mujeres que dialogan permite dar una vuelta de tuerca más mordaz al chiste. Álvaro Peña en estado puro. Para no perdérselo.
miércoles, 18 de noviembre de 2009
Nosotros
Con la fuerza aplomada y rítmica de los endecasílabos (“El esclavo”), con la liviandad vaporosa de los heptasílabos (“Nana”) o con la mezcla fértil de ambos (“Fiestas”), el poeta Ginés Aniorte vuelve a maravillarnos en una nueva entrega literaria a la que ha puesto de título Nosotros, y que sale auspiciada por el reconocido sello Renacimiento. El resultado son noventa páginas llenas de luz, melancolía y pájaros, donde el poeta revisita zonas especialmente sensibles de su corazón, en las que nos invita a penetrar, con generosa elegancia. En la puerta nos recibe con un poema lleno de zozobra, donde se descubren dolores muy hondos que se sedimentaron en el alma del poeta. Y, a partir de ahí, los textos comienzan su conmovedor desfile. ‘El extranjero’ supone un viaje emocional a lo largo del tiempo, posando los ojos en una trilogía de arrugas: las que atesoraba primero la abuela; las que se advirtieron después en el padre; y, finalmente, las que ostenta ahora con resignada perplejidad el propio poeta, habitante desconcertado de sí mismo. ‘Las tormentas’ nos comunica el amor que desde niño ha sentido éste por los rayos, los truenos y otras manifestaciones tormentosas de la naturaleza (acaso porque —y son palabras suyas— ‘siempre vi en ellas un alma desolada semejante a la mía’). ‘Asombro’ supone toda una declaración íntima: el día —nos dice el poeta— en que deje de maravillarme por todo (por la luz del sol, por el milagroso hilo de una telaraña, por un correo electrónico que me llegue desde un amigo amado, por los sonidos que emergen de un teléfono) significará que habré perdido mi última condición de ser humano, ‘porque sólo los muertos no se asombran’. ‘Lecciones’ nos ofrece un episodio de comunión entre padre e hijo, con ambos recorriendo la sierra, y compartiendo los aromas, los colores y la maravilla estallante del mundo natural. ‘El quincallero’ vira desde la melancolía hacia el dolor amargo, reflejado en el hombre que vendía encajes. La madre del poeta, que los compraba con la sana ilusión de verlos incorporarse al ajuar de su hija, acabó luciéndolos en el triste funeral de ésta. Pero también la rememoración del pasado puede venir, no sólo cargada de melancolía, sino empapada de humor. Es lo que Ginés nos demuestra en el poema ‘La foto de boda’. ¿Y qué se podría decir de ‘Nana’, delicioso y sentido homenaje en el que el autor, rememorando las perdidas canciones de cuna con las que su abuela lo arrullaba en la infancia, le tributa el homenaje especular de este poema, nana inversa? ¿Y qué de ‘Ruinas’, reflexión amarga de un adulto que, tras observar su foto infantil con el Partenón como fondo, intuye en esa imagen una amenaza premonitoria a la que, ahora, el tiempo ha concedido firmeza? Hay quien prefiere ensimismarse contemplando el nacimiento de los ríos, porque supone que en el alboroto de la alfaguara es donde el líquido resulta más puro; hay quien, por el contrario, se extasía contemplando el delta, porque la corriente se ha vuelto sabia cuando allí arriba. Yo, sinceramente, juzgo río todo el río. Y así veo a Ginés Aniorte: río limpio desde la fuente, río brioso durante el curso, río lánguido y lleno de belleza cuando se aproxime a su tramo final. Toda su poesía es una belleza elongada, fluente, impetuosa y llena de joyerías interiores. Y Nosotros supone una nueva demostración de tal pujanza.
domingo, 15 de noviembre de 2009
No digas que estás solo
Cuando Ángel Ramírez, director de proyectos de TVE2, convoca a dos de sus becarios (Alberto y Begoña) a su despacho y les comunica que cuenta con ellos para elaborar un amplio reportaje sobre el pueblo de Cotela (una población perdida en el Pirineo aragonés), los dos jóvenes experimentan una gran alegría, porque les da la impresión de que esta oportunidad servirá para ganar confianza en el difícil mundo del periodismo televisivo. Les acompañará también Menchu, una veterana de TVE2 que, a pesar de sus notorios problemas con la bebida, cuenta con el total apoyo profesional de Ángel. La idea de éste consiste, fundamentalmente, en rodar imágenes en aquel pueblo abandonado y usarlo como metáfora de tantas y tantas poblaciones que se encuentran en las mismas condiciones en zonas limítrofes, y de las que nadie ha contado la historia (Susín, Barbenuta, Otal, Espierre, Berbusa...). Lo que ignoran los protagonistas es que este pequeño pueblecito arrastra una larga historia de maldiciones, muertes y desgracias desde que allí fue asesinado el joven Luis Ángel Cepeda Balaguer, un adolescente con problemas físicos que era objeto de burlas por parte de sus compañeros y que murió despeñado. Nada más llegar a Cotela, Alberto y Ángel comenzarán a darse cuenta de que se escuchan ruidos más bien misteriosos, voces anómalas (Ángel llega a grabar lo que entiende que es una psicofonía), objetos que se caen sin aparente intervención humana, sombras que palpitan aquí y allá... En un instante de lucidez, Ángel pronunciará una frase que provoca escalofríos en sus acompañantes: ‘Cotela tiene alma, un alma asesina’ (página 77). El viento enloquecedor y la nieve constante, que no cesan de abatirse sobre las calles y los viejos edificios del pueblo, añaden su toque macabro a la escena... En medio de ese terror, aparece un hombre llamado Cipriano, antiguo médico de Cotela, que les dice que conoció a Luis Ángel y que mantuvo con él una buena amistad. A partir de ese instante, los acontecimientos van a adquirir un giro cada vez más veloz: Menchu ha de ausentarse porque la llaman por teléfono para decirle que su madre se encuentra con problemas graves de salud, aumentan los ruidos inquietantes del entorno (los protagonistas llegan a escuchar la frase ‘Los tres asesinos moriréis. No quedaréis ninguno’, página 110), etc. Y las cosas llegarán a un punto de tensión casi insoportable cuando Alberto y Begoña descubran que el gato de Menchu sigue en la casa, y que eso sólo puede significar una cosa: que su compañera no se ha ido a ningún sitio. En efecto, un poco después terminarán por descubrir su teléfono móvil... sin ninguna llamada en él. Esta apasionante novela de ambiente pirenaico atrapa a los lectores, que se ven sometidos en sus páginas a un continuo aluvión de sorpresas, sustos y enigmas, y les hace reflexionar sobre los límites del rencor, la misericordia con el prójimo... y el pánico que puede provocar una buena guadaña, cuando avanza en medio de la ventisca. Una narración sencillamente estupenda.
jueves, 12 de noviembre de 2009
Diario del primer amor
“El conde Giacomo Taldegardo Francesco
di Sales Saverio Pietro Leopardi (Recanati, 29 de junio de 1798 – Nápoles, 14
de junio de 1837) fue un poeta, filósofo, filólogo, erudito italiano del
Romanticismo”. Con estas palabras se abre en Wikipedia la pestaña biográfica de
unos de los escritores más interesantes del siglo XIX en Europa. Un hombre al
que la enfermedad no respetó (nació con una grave deformación de origen óseo y
luego padeció también de los ojos), al que el amor no galardonó nunca (se
enamoró de la forma más impulsiva de varias mujeres que no correspondieron a
sus afectos) y al que la muerte tampoco enriqueció con sus glorias instantáneas
(estuvo a punto de ser enterrado en la fosa común, tristeza que evitó su amigo
Antonio Ranieri); pero que nos dejó una obra literaria de inmensa envergadura y
delicadeza, que ha sido traducida, admirada y glosada por poetas e
intelectuales de todo el mundo, desde Juan Valera hasta Eloy Sánchez Rosillo.
Ahora, el sello madrileño Errata
Naturae, que edita obras con un primor y un gusto que son la delicia de los
amantes de los libros, ha lanzado este Diario del primer amor, traducido por
César Palma y prologado por Rafael Argullol, donde el poeta de Recanati nos
explica la pasión fulminante que sintió a mediados del mes de diciembre de 1817
por Gertrude Cassi, una joven de 26 años, casada con alguien que le doblaba la
edad. Esta bella dama encandiló al escritor, que entonces contaba con 19 años
“y medio”, como él mismo estipula con afán risible; y provocó que el muchacho
se apartase de lo que más le gustaba hasta entonces: los estudios. Llenas sus
pupilas con la belleza de la mujer, y alejado de ella, Leopardi se mostró
perezoso a la hora de seguir leyendo obras literarias (“Así como no puedo ver
bellezas humanas reales, tampoco soporto las descritas, y me empacha que otros
cuenten sus afectos”, p.29), e incluso llegó al peregrino convencimiento de que
jamás volvería a las pretéritas aficiones (“No acierto a ver cómo recuperaré el
antiguo amor por el estudio, porque creo que, una vez que pase esta enfermedad
de la mente, seguiré pensando siempre que hay algo más deleitoso que el
estudio, y que ese algo ya lo he experimentado”, p.35).
Este primer amor, galvánico, explosivo,
absorbente y platónico, hizo surgir en el alma de Giacomo las primeras
reflexiones en prosa y verso sobre las mieles de Eros, a las que tantas páginas
habría de dedicar en años posteriores... Pero duró (y esto es muy chocante) un
número muy corto de días. Dos semanas después ya manifestaba su seguridad de
haberse repuesto de este flechazo, al que le otorgó la cualidad de haber sido
la primera puerta amorosa que se abría en su corazón. No obstante, quizá lo que
más sorprende de estas páginas es la “distancia reflexiva” que Giacomo Leopardi
imprime en ellas. ¿Qué joven de 19 años “y medio” tendría la madurez de
escribir párrafos como éste: “Considero que, por mi inexperiencia, otro rostro
bello, que hubiera hablado y tratado conmigo del mismo modo, me habría
cautivado igualmente, aun cuando sus actos y sus facciones hubiesen sido del
todo diferentes” (p.42)? Incluso en medio del marasmo emocional que supone el
éxtasis del primer amor, Leopardi mantiene sus riendas sentimentales con pulso
firme, raramente maduro, extrañamente frío. Es un ejemplo notable de cómo el
pudor, la inteligencia y la contención embridan las palabras de un poeta tan
joven como consciente de su tarea.
Errata Naturae, que ya había publicado en su
colección “La mujer cíclope” obras de Michel Onfray o de Franz Overbeck,
continúa enriqueciendo su catálogo con piezas de inigualable exquisitez. Por
eso se ha situado en la primera línea de calidad dentro del mercado editorial
español.
miércoles, 11 de noviembre de 2009
Me acuerdo de...
Todos somos, en cierto sentido, tiendas de antigüedades. Cobijamos en nuestro interior un caos tibio de amores quebrantados, amistades diluidas, paisajes que se fueron para no volver e instantes que el tiempo, esa guillotina, desbarató. Pero disponemos, a la vez, de un arma que nos permite aherrojar todas esas imágenes y retenerlas, siquiera de un modo vicario. Hablo de la memoria, ese baúl lleno de caricias, desengaños, adioses, osos de peluche, aromas de café, excursiones, zapatos viejos, músicas, anécdotas escolares, olores antiguos, caramelos de Semana Santa, fríos de Navidad y primeros cigarrillos. Miguel Espinosa, el gran Miguel Espinosa, dijo una vez que la Historia comienza cuando un día sucede a otro día; es decir, cuando el hombre “se revela como animal de memoria”. Siempre me ha fascinado esa definición con la que se abre Reflexiones sobre Norteamérica. Sí, es cierto, somos animales de memoria.
Ahora, la activa editorial Tres Fronteras, siguiendo un modelo de George Perec adaptado por Lola López Mondéjar y Alberto Soler, acaba de publicar el breve tomo Me acuerdo de..., un volumen en el que docenas de ciudadanos anónimos han ido consignando pequeños diamantes de su memoria, hasta conformar una especie de “caja negra murciana”. Desfilan por sus páginas personas que recuerdan aquellos enormes vasos de leche que era obligatorio tomar en las Escuelas Graduadas de Archena, hace medio siglo; y otras que recuerdan aún el suelo de tierra que tenía “El Tío Sentao”, las estanterías de madera que podían verse en la librería Aula, la tormenta que asoló Fuente Álamo en 1964, los viajes en vetustos R11 (cuya velocidad punta eran los 80 kilómetros a la hora), los teléfonos que funcionaban con manivela, las primeras discotecas de Murcia (Taplons y Ditirambo), el pintor José María Párraga llevando a su hija al colegio, o los chicles de bazoka... Burbujas de un tiempo que ya no está en los calendarios, pero sí en la retina emocional de miles de personas, que quieren compartir en estos renglones su particular trastero de melancolías.
Y el libro concluye dejando diez páginas en blanco, para que los lectores añadamos nuestras propias remembranzas. ¿De qué te acuerdas tú? Me acuerdo de...
martes, 10 de noviembre de 2009
La vida secreta de los números
Siempre me han gustado los libros de divulgación. Sobre todo, los que se emplean con rigor, solvencia y buena prosa a la tarea de lograr que una determinada órbita del conocimiento humano sea asequible para los profanos en la misma. Por eso, he disfrutado mucho con el libro La vida secreta de los números, de George G. Szpiro, que ha traducido Francisco Bermejo para la editorial Almuzara. Es un intento (logrado) de poner algunas peculiaridades de las matemáticas al alcance del gran público. Y tiene, además, una de las explicaciones de contraportada más nítidas y convincentes que he leído jamás (felicidades para los responsables). De hecho, no me voy a resistir a copiar un fragmento: “Cuando una persona muestra su don de gentes en una fiesta o recepción recitando un poema se le considera culto e instruido. Si por el contrario lo que se recita es una fórmula matemática la cosa cambia. Lo más que cabe esperar son algunas miradas compasivas y la etiqueta de “invitado más empollón de la fiesta”. La mayoría de los invitados admitirían que no se les dan bien las matemáticas, que nunca se les han dado bien y que nunca se les darán bien. Lo cierto es que esto resulta sorprendente. Imaginemos a nuestro abogado diciendo que se le resiste la ortografía, o a nuestro asesor financiero asegurando divertido que siempre confunde a Voltaire y Molière. Tal vez tacharíamos a esas personas como incultas. Eso no ocurre con las matemáticas. Las carencias en este campo suelen aceptarse tranquilamente”. No se puede explicar con más nitidez.
Una vez dentro del tomo, el lector podrá encontrarse con la teoría de nudos... aplicada a las corbatas (p.116); con las implicaciones matemáticas del juego del Tetris (pp.129-131); con las diferentes mediciones que pueden realizarse de una frontera o de una costa, dependiendo de los fractales (p.185); con la curiosa explicación matemática del método que usan las moscas para volar (pp.194-195); o con la relación estrechísima que guardan los procesos criptográficos con el café con leche (p.208)... En suma, un libro inteligente, peculiar, con sentido del humor y con enormes dosis de atractivo para enamorarse de una materia secularmente considerada árida. Un trabajo muy valioso.
domingo, 1 de noviembre de 2009
Poe
Celebramos durante 2009 el segundo centenario del nacimiento de Edgar Allan Poe, el atormentado genio de Boston Y, aparte de leer sus obras (que es siempre el homenaje más completo que se le puede tributar a un autor), otra de las posibles actividades que podemos realizar es conocer más a fondo su biografía, ese cúmulo de desgracias, tormentos y tensiones que zarandearon al escritor desde la infancia hasta su prematuro fallecimiento, malherido por el alcohol y las visiones aterradoras que su cerebro le deparaba, cuando apenas acababa de cumplir 40 años. La editorial Libros del Zorro Rojo acaba de poner ante el público un volumen delicioso, del que es autor Jordi Sierra i Fabra, y que bajo el título rotundo e inapelable de Poe, constituye una biografía estupenda del norteamericano. Nos enteramos en sus páginas de que en 1811, cuando apenas tenía 2 años, Edgar fue adoptado por la señora Frances Allan (con el apoyo no muy entusiasta de su marido John). Hijo de unos actores pobres y fracasados, Edgar se tuvo que amoldar al nuevo hogar de los Allan, y con ellos emprendió viaje hacia la Inglaterra decimonónica, donde padeció colegios infames, profesores que utilizaban más la vara que la ternura, y castigos tan peculiares como copiar los epitafios de las tumbas locales a la edad de 8 años. De vuelta a los Estados Unidos, su maestro Joseph Clarke desaconseja al padrastro de Edgar que aplauda sus composiciones literarias, porque eso sólo serviría, a su juicio, para ensoberbecer al niño. Y muy pronto, apenas ingresado en la adolescencia, el rosario de amores imposibles: el primero lleva el nombre de Jane Stanard; el siguiente, Elmira Royster (de la que tiene que separarse cuando ingresa en la universidad de Virginia, momento que los padres de la muchacha aprovechan para casarla con otro joven, más rico y más prometedor que el inestable Edgar). Luego vienen el abandono de los estudios, el comienzo de su irregular carrera militar (llegó a pertenecer a la disciplina de West Point), la muerte de su madrastra, la boda con su prima Sissy (que siempre sintió por él una irrefrenable admiración), los mil proyectos de revistas que jamás llegan a concretarse, las colaboraciones mal pagadas en la prensa, los pequeños éxitos literarios, las conferencias, las borracheras, los delirios, la tuberculosis de su mujer, las damas letraheridas que merodean a su alrededor y lo agasajan con su fervor... Y, por fin, su muerte extrañísima durante una jornada electoral en Baltimore. Nunca se ha aclarado la causa de su fallecimiento: se ha hablado de una borrachera extrema, de una paliza propinada por camorristas, de drogas, de fallo cardíaco, de rabia, de tuberculosis y hasta de suicidio. Como legado (y ése es el punto en el que Jordi Sierra i Fabra insiste con loable lucidez) nos han quedado sus cuentos, sus poemas, sus novelas y sus ensayos, todos ellos impregnados por el hálito de la genialidad. Este volumen, editado con auténtica exquisitez, incorpora unas bellas ilustraciones de Alberto Vázquez.
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