Thomas Bernhard (1931-1989) es un escritor que puede provocar en sus lectores unas reacciones auténticamente viscerales, a favor y en contra. Para unos, se trata de uno de los mejores narradores del siglo XX; para otros, de un insufrible prosista que maneja las espirales, las redundancias, los paralelismos sintácticos y las reiteraciones léxicas con una enervante prolijidad. La editorial Anagrama, con el auxilio traductor de Miguel Sáenz, nos ofrece ahora en su catálogo una obra de dimensiones mastodónticas (bordea el medio millar de páginas) que contiene todas las páginas autobiográficas del austríaco. Los volúmenes El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño nos van entregando, con la morosidad y el desgarro habituales de Bernhard, su universo de miedos, vacíos, frustraciones, convicciones y traumas. Mediante frases prolijas, elongadas, llenas de subordinadas, raíces, ramas y recovecos, vamos penetrando en su época de interno en Salzburgo; en sus estudios de violín, tan fascinantes como breves; en el agobio que le producían sus preceptores pro-nazis; en el primer bombardeo que sufrió su ciudad, en octubre de 1944 (“En la acera, delante de la capilla del Bürgerspital, pisé un objeto blando y, al mirar ese objeto, creí que se trataba de una mano de muñeca, y también mis compañeros de colegio creyeron que se trataba de una mano de muñeca, pero era una mano de niño arrancada a un niño”, p.35); en el olvido voluntario que todo el mundo parece haber decretado acerca de quienes vivieron aquellos años atroces (“Hay un cine en el lugar donde en otro tiempo hubo una fonda en la que la señora de Hannover me daba clases de inglés, y nadie sabe de qué hablo cuando hablo de ello, lo mismo que todos, al parecer, han perdido la memoria en lo que se refiere a las muchas casas destruidas y personas muertas de entonces, lo han olvidado todo o no quieren saber nada de ello cuando se les dirige la palabra”, pp.40-41); en su abuela, que lo llevaba todas las semanas a visitar cementerios, criptas y tumbas; en su época como aprendiz en el almacén de Podlaha, en el poblado de Scherzhauserfeld, donde se siente por primera vez en su vida útil (repite esa palabra obsesivamente en muchas páginas de este volumen); etc. Con una morosidad especial, donde las frases se convierten en galerías subterráneas, llenas de sofoco, aire viciado y carácter letánico, Thomas Bernhard nos entrega este denso vademécum de dolores, en el que arremete contra la ciudad de Salzburgo (“Creo que esta ciudad nada tiene que ver conmigo, porque no quiero tener nada que ver con ella”, p.51); contra las ideologías, sean del signo que sean (“Tanto el nacionalsocialismo como el catolicismo son enfermedades contagiosas, enfermedades del espíritu y nada más”, p.83); contra el sistema de enseñanza tradicional (propone que los institutos de enseñanza secundaria se supriman, y que queden sólo las escuelas elementales —para todos— y las universidades —para aquellos dotados de más cerebro—); o contra la ampulosidad de los pedantes (“Cuando habla un hombre sencillo, es una bendición. Cuanto más culta se vuelve la gente, tanto más insoportable se hace su parloteo”, p.405). Thomas Bernhard demuestra en estas páginas que su capacidad analítica y la agudeza de su pensamiento son tales que el mundo entero puede convertirse en continuo objeto de su contemplación y exégesis. Ese reconocimiento no es obstáculo para señalar que, en determinadas páginas de este volumen, su repetición de términos o la forma pegajosamente reiterativa de su sintaxis llegan a extremos quizá excesivos. Por ejemplo, en la página 49 nos encontramos con esta secuencia: “Durante diez días estuvo mi abuelo expuesto en el cementerio de Maxglan, pero el párroco de Maxglan denegó su inhumación porque mi abuelo no estaba casado por la Iglesia, la mujer que dejaba, mi abuela, y su hijo hicieron todo lo humanamente posible para conseguir su inhumación en el cementerio de Maxglan, que era el que le correspondía a mi abuelo, pero no se permitió su inhumación en el cementerio de Maxglan, en el que mi abuelo había deseado ser inhumado”... y continúa así durante más líneas, en una pirueta cansina que no te deja avanzar por el relato. Y en la página 95 (me ceñiré a dos ejemplos) repite hasta diecisiete veces la palabra ‘instituto’. Con todo, hay que leer a Bernhard. Sin duda nos encontramos ante uno de los puntales de la prosa del siglo XX, y conviene que bebamos en esa fuente que Miguel Sáenz y Anagrama nos ponen, en un cuidado tomo, al alcance de la mano.
5 comentarios:
Gracias por devolverme a Bernhard. Llegué a él por "El sobrino de Wittgenstein". Después fue parte de esta biografía. Es real esta relación visceral con esta obra. Yo fui de los que quedé alucinado por la prosa del autor. Me empapó de historia, paró mi tiempo, me saturó de mediocridad, de maldad y sentí algo parecido a esa desgana de vivir. Bernhard se convirtió para mi en un grande. Ahora duerme en mi biblioteca a la espera de una relectura.
Sencillamente grande y como dices, creo, necesario.
Saludos Rubén
No me gusta el azar. Me han hecho escribir "promorta" para que aparezca el comentario
Pues anda que a mí, que me pone suffri, que no sé si es por la parte sufi o por la parte de sufrir. Creo que Bernhard me haría suffri demasiado, tal como lo pones. Sinceramente, me parece un poco "jodón"... ¿se podrá ser más friqui y más desgarrá, hijo mío, quiero decir, yo misma? Ahora bien, si decís los intelectuales que es necesario, pues nada, lo necesario antes que lo superflúo, que primero la obligación y después la devoción.
Por cierto que le he puesto a "superfluo" un acento superfluo. Ultracorrección, digo yo. Es que suena tan superflua la palabra.
Pero bueno, ¿qué le hemos hecho a ese buen hombre los pedantes? Un poco de respeto. Que además, y por lo que cuentas y transcribes, él parece un más que digno candidato a contarse entre nosotros
Me encantó su Maestros antiguos, aunque Tala y El Italiano me dejaron un amargo sabor. Un tipo bastante peculiar.
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