domingo, 19 de abril de 2009

El Imperio de Chu





Dentro de esa interesante colección que Tres Fronteras Ediciones está construyendo con el nombre de Microfronteras, y que incorpora a autores de la talla de Miguel Sánchez Robles, Raquel Lanseros o Santiago Delgado, aparece ahora el quinto tomo, obra de Manuel Moyano. Se trata del volumen El Imperio de Chu, en el que cincuenta y seis narraciones hiperbreves confirman la pericia narrativa de su autor. Si ya sabíamos de su excelencia en la maratón (La coartada del diablo) y en los cuatrocientos vallas (El oro celeste, El amigo de Kafka), ahora comprobamos con infinito agrado y con aplauso estruendoso que también es un maestro en los cien metros lisos. Y no era nada fácil, porque la popularidad que últimamente rodea a los microrrelatos (hay certámenes de ellos por toda España, páginas de Internet que les dedican un espacio considerable, y hasta análisis universitarios sobre ss normas y características) ha difundido la errónea creencia de que cualquier bobo, por el simple hecho de escribir tres líneas aparentemente graciosas o con algunas trazas de ingenio, ya puede considerarse un Monterroso redivivo. Sólo hay que darse un paseo por la Red para que el estupor y la vergüenza ajena nos anonaden.
Pero El Imperio de Chu se escapa de esa grisura, porque Manuel Moyano es un auténtico escritor, un hombre con talento y con inteligencia para aplicarlo. De ahí que el primer cuento de la obra nos saque oportunamente de la normalidad y nos instale en un mundo con reglas distintas (“Ocaso de un imperio”); o que otras historias se deleiten en una geometría que hubiera encantado a Jorge Luis Borges (“Damero”); o que las metáforas se conviertan en fábulas, o viceversa (“El punto de vista”); o que el autor insinúe los mimbres con los que se podría construir una novela bestselleriana (“El club Berkeley”); o que nos regale el inicio de una historia inquietante, que daría mucho juego si el autor tuviera la generosidad de desarrollarla en forma novelística (“La llave”); o que autorice a la fantasía para que invada los territorios aburridos de la realidad (“Mar de Lidenbrock”).
Dicen que Miguel de Unamuno consideraba publicables todas y cada una de las páginas que salían de sus manos, al modo de huellas espirituales que los lectores debían conocer. Pero resulta obvio que Manuel Moyano no participa de esa fe. Leyendo este volumen se advierte que él no ha procedido en El Imperio de Chu por adición, sino por eliminación: de un océano de pequeñas historias (¿cien, doscientas, tal vez más?) ha cribado las que ahora tenemos delante, guiado por un criterio de excelencia insobornable y riguroso. De esa forma, los lectores recibimos un licor destilado, de fino bouquet y exquisito paladar, que agrada, sin hipérboles, en todas y cada una de sus páginas. Baltasar Gracián hubiera dicho que más obran quitaesencias que fárragos; y santa Teresa habría explicado que la morada interior es de diamante. Bien está como imagen. El Imperio de Chu es, probablemente, el Koh-i-noor de Manuel Moyano.

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