Dentro de esa interesante colección que
Tres Fronteras Ediciones está construyendo con el nombre de Microfronteras, y
que incorpora a autores de la talla de Miguel Sánchez Robles, Raquel Lanseros o
Santiago Delgado, aparece ahora el quinto tomo, obra de Manuel Moyano. Se trata
del volumen El Imperio de Chu, en el
que cincuenta y seis narraciones hiperbreves confirman la pericia narrativa de
su autor. Si ya sabíamos de su excelencia en la maratón (La coartada del diablo) y en los cuatrocientos vallas (El oro celeste, El amigo de Kafka),
ahora comprobamos con infinito agrado y con aplauso estruendoso que también es
un maestro en los cien metros lisos. Y no era nada fácil, porque la popularidad
que últimamente rodea a los microrrelatos (hay certámenes de ellos por toda
España, páginas de Internet que les dedican un espacio considerable, y hasta análisis
universitarios sobre ss normas y características) ha difundido la errónea
creencia de que cualquier bobo, por el simple hecho de escribir tres líneas
aparentemente graciosas o con algunas trazas de ingenio, ya puede considerarse
un Monterroso redivivo. Sólo hay que darse un paseo por la Red para que el estupor y la
vergüenza ajena nos anonaden.
Pero El Imperio de Chu se escapa de esa
grisura, porque Manuel Moyano es un auténtico escritor, un hombre con talento y
con inteligencia para aplicarlo. De ahí que el primer cuento de la obra nos
saque oportunamente de la normalidad y nos instale en un mundo con reglas
distintas (“Ocaso de un imperio”); o que otras historias se deleiten en una
geometría que hubiera encantado a Jorge Luis Borges (“Damero”); o que las
metáforas se conviertan en fábulas, o viceversa (“El punto de vista”); o que el
autor insinúe los mimbres con los que se podría construir una novela bestselleriana
(“El club Berkeley”); o que nos regale el inicio de una historia inquietante,
que daría mucho juego si el autor tuviera la generosidad de desarrollarla en
forma novelística (“La llave”); o que autorice a la fantasía para que invada
los territorios aburridos de la realidad (“Mar de Lidenbrock”).
Dicen que Miguel de Unamuno
consideraba publicables todas y cada una de las páginas que salían de sus
manos, al modo de huellas espirituales que los lectores debían conocer. Pero
resulta obvio que Manuel Moyano no participa de esa fe. Leyendo este volumen se
advierte que él no ha procedido en El
Imperio de Chu por adición, sino por eliminación: de un océano de pequeñas
historias (¿cien, doscientas, tal vez más?) ha cribado las que ahora tenemos
delante, guiado por un criterio de excelencia insobornable y riguroso. De esa
forma, los lectores recibimos un licor destilado, de fino bouquet y exquisito
paladar, que agrada, sin hipérboles, en todas y cada una de sus páginas.
Baltasar Gracián hubiera dicho que más obran quitaesencias que fárragos; y
santa Teresa habría explicado que la morada interior es de diamante. Bien está
como imagen. El Imperio de Chu es,
probablemente, el Koh-i-noor de Manuel Moyano.
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