Fue en 2009 cuando llegó hasta mí el volumen de cuentos Estancos del Chiado, del catalán Fernando Clemot, que me pareció subyugante y al que me alegró comprobar que concedían después el premio Setenil. Más tarde, leí con éxtasis su embriagador libro El golfo de los poetas y refrendé el juicio laudatorio que sobre este narrador barcelonés me había formado. Y ahora, publicado por el sello Barataria, se encuentra disponible un nuevo texto suyo con el marcopoliano título de El libro de las maravillas, que devoré durante la Navidad pasada y que ahora, lento y con un lápiz en la mano, he vuelto a recorrer.
Aclararé desde el principio que la mención del lápiz no es ociosa: en esta novela hay una proliferación tan notable de aforismos, una densidad tan laboriosa de frases para la reflexión que los buscadores de perlas literarias, los entomólogos de la cita, los cazadores de unicornios líricos o filosóficos encontrarán aquí su particular Eldorado. En síntesis, y sin desbaratar ninguna de las sorpresas que aguardan en el tomo, indicaré que nos encontramos en la clínica Dantas, una «sima negra» (p.55) donde nuestro protagonista convalece de su enfermedad y distrae las horas y los días escuchando y anotando todos los detalles que le resulta posible conseguir de la vida de quienes le rodean (Brígida, el doctor Andrade, el optimista Bridoso, la otoñal pero aún seductora Clara Padrel...). El modelo que adopta es clarísimo, y nos lo indica ya desde la tercera página: Rustichello de Pisa, aquel escritor que estuvo encarcelado a finales del siglo XIII con el viajero Marco Polo y que recogió al dictado los pormenores de su memoria. Porque este libro, en su línea medular, nos habla de la memoria: de cómo nuestra existencia, observada con la debida atención, presenta una asombrosa densidad («Es delirante la cantidad de pensamientos que puede contener un momento», p.203); de cómo somos el resultado de miles de podas íntimas («Tenemos la portentosa facultad de aniquilar vidas en cada decisión, a cada paso, con cada pero o negación muere una vida, en cada silencio muere en nosotros una existencia distinta, desperdiciamos en cada decisión oportunidades para ser felices o espantosamente desgraciados», p.54); de cómo los demás son siempre enigmas, cofres cerrados, sobres con lacre o matriuskas y que, si se los examina con la adecuada concentración, podemos descubrir en ellos heridas, pliegues tenebrosos o sorpresas de luz.
Fernando Clemot, como un espectador orteguiano o un voyeur del alma, deja a su protagonista mirar y decir, y luego dibuja sus observaciones con prosa lánguida, neblinosa, perfecta, que contagia al lector casi desde el principio. El resultado es una novela de atmósfera. Y me explico: hay narraciones que no sólo cuentan una historia, sino que construyen con su lenguaje, con su sintaxis, con su especial selección de elementos retóricos, un aura, un espacio propio, un aroma distinguible y único. Piensen por ejemplo en Rayuela, de Julio Cortázar; piensen en el ciclópeo Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa; piensen en Seda, de Alessandro Baricco; o piensen en la deliciosa Sostiene Pereira, del recientemente fallecido Antonio Tabucchi. Son obras que desprenden un perfume singular. Como ocurre con El libro de las maravillas, de Fernando Clemot: un volumen que establece su territorio de lluvia, melancolía y memoria, y en el que se nos invita a entrar.
Quizá pueda parecer chocante pero, cuando llevaba un cierto número de páginas de la novela, me vino a la memoria aquel artefacto robótico que se introdujo en la pirámide de Giza en 2010 para estudiar sus galerías más peligrosas o inaccesibles. Las imágenes pudieron verse en todo el mundo a través de las pantallas de televisión, emitidas por la BBC... Creo que esta obra de Fernando Clemot tiene un poco de ese espíritu: el esfuerzo titánico para intentar entender quiénes somos, después de mirarnos por fuera y por dentro. De ahí que esta novela resulte, a mi entender, tan profunda como elegante, tan sobria como incisiva. Tan valiosa.Dijo un poeta que conocerse es el relámpago. A mí reconozco me ocurrió con este escritor: desde que leí su primer libro tuve clara mi empatía con su prosa. No creo que abandone ya esa afinidad y esa certeza.
Aclararé desde el principio que la mención del lápiz no es ociosa: en esta novela hay una proliferación tan notable de aforismos, una densidad tan laboriosa de frases para la reflexión que los buscadores de perlas literarias, los entomólogos de la cita, los cazadores de unicornios líricos o filosóficos encontrarán aquí su particular Eldorado. En síntesis, y sin desbaratar ninguna de las sorpresas que aguardan en el tomo, indicaré que nos encontramos en la clínica Dantas, una «sima negra» (p.55) donde nuestro protagonista convalece de su enfermedad y distrae las horas y los días escuchando y anotando todos los detalles que le resulta posible conseguir de la vida de quienes le rodean (Brígida, el doctor Andrade, el optimista Bridoso, la otoñal pero aún seductora Clara Padrel...). El modelo que adopta es clarísimo, y nos lo indica ya desde la tercera página: Rustichello de Pisa, aquel escritor que estuvo encarcelado a finales del siglo XIII con el viajero Marco Polo y que recogió al dictado los pormenores de su memoria. Porque este libro, en su línea medular, nos habla de la memoria: de cómo nuestra existencia, observada con la debida atención, presenta una asombrosa densidad («Es delirante la cantidad de pensamientos que puede contener un momento», p.203); de cómo somos el resultado de miles de podas íntimas («Tenemos la portentosa facultad de aniquilar vidas en cada decisión, a cada paso, con cada pero o negación muere una vida, en cada silencio muere en nosotros una existencia distinta, desperdiciamos en cada decisión oportunidades para ser felices o espantosamente desgraciados», p.54); de cómo los demás son siempre enigmas, cofres cerrados, sobres con lacre o matriuskas y que, si se los examina con la adecuada concentración, podemos descubrir en ellos heridas, pliegues tenebrosos o sorpresas de luz.
Fernando Clemot, como un espectador orteguiano o un voyeur del alma, deja a su protagonista mirar y decir, y luego dibuja sus observaciones con prosa lánguida, neblinosa, perfecta, que contagia al lector casi desde el principio. El resultado es una novela de atmósfera. Y me explico: hay narraciones que no sólo cuentan una historia, sino que construyen con su lenguaje, con su sintaxis, con su especial selección de elementos retóricos, un aura, un espacio propio, un aroma distinguible y único. Piensen por ejemplo en Rayuela, de Julio Cortázar; piensen en el ciclópeo Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa; piensen en Seda, de Alessandro Baricco; o piensen en la deliciosa Sostiene Pereira, del recientemente fallecido Antonio Tabucchi. Son obras que desprenden un perfume singular. Como ocurre con El libro de las maravillas, de Fernando Clemot: un volumen que establece su territorio de lluvia, melancolía y memoria, y en el que se nos invita a entrar.
Quizá pueda parecer chocante pero, cuando llevaba un cierto número de páginas de la novela, me vino a la memoria aquel artefacto robótico que se introdujo en la pirámide de Giza en 2010 para estudiar sus galerías más peligrosas o inaccesibles. Las imágenes pudieron verse en todo el mundo a través de las pantallas de televisión, emitidas por la BBC... Creo que esta obra de Fernando Clemot tiene un poco de ese espíritu: el esfuerzo titánico para intentar entender quiénes somos, después de mirarnos por fuera y por dentro. De ahí que esta novela resulte, a mi entender, tan profunda como elegante, tan sobria como incisiva. Tan valiosa.Dijo un poeta que conocerse es el relámpago. A mí reconozco me ocurrió con este escritor: desde que leí su primer libro tuve clara mi empatía con su prosa. No creo que abandone ya esa afinidad y esa certeza.
1 comentario:
Lo primero es una maravilla leer esta reseña, y segunda maravilla será leer este libro.
Un saludo!
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