Todos
hemos escuchado alguna vez anécdotas, historias o episodios más o menos impactantes
acerca de la tumba del faraón Tutankhamón. Sabemos que el 4 de noviembre de
1922, el egiptólogo británico Howard Carter (un hombre cuya preparación
profesional no era quizá la más ortodoxa o completa) descubrió en el Valle de
los Reyes la que actualmente se conoce como tumba KV62; es decir, el lugar
donde reposaban los restos de Tutankhamón, el Faraón Niño. Para sorpresa de
todos los investigadores, la tumba no había sido violada con anterioridad, y
por tanto contenía todos sus tesoros y momias intactos. De hecho, cuando Howard
Carter introdujo su cara en la cámara y se le preguntó que si veía algo,
respondió que estaba contemplando «cosas maravillosas». Y, casi con carácter
inmediato, se comenzó a extender la noticia de que caería una maldición sobre
aquellas personas que habían profanado el descanso eterno del faraón. Leyenda
que, por cierto, se consolidó muy pronto cuando, apenas unas semanas después,
murió en extrañas circunstancias quien había financiado las excavaciones: George
Herbert, quinto conde de Carnarvon. Los amigos de las profecías macabras no
tuvieron jamás en cuenta que Howard Carter sobrevivió dieciséis años a la
apertura de la tumba, o que la hija de lord Carnarvon, que participó del
descubrimiento, no murió hasta el año 1980, convertida en una venerable
anciana.
El
leonés Nacho Ares, colaborador de varios programas de televisión y radio, director
de revistas arqueológicas, viajero y enamorado del Antiguo Egipto, nos ofrece
ahora una novela fascinante sobre el mundo de Tutankhamón, con el título de La tumba perdida. La edita con primor el
sello Grijalbo. Su propuesta no puede ser más interesante ni más llena de
hechizo. Desde que abrimos sus páginas estamos en noviembre de 1922, bajo el
sol asfixiante del Valle de los Reyes, y vemos cómo el eximio Howard Carter
accede por fin al interior de la cámara funeraria del faraón. Pero por debajo
del torbellino que se desata en torno a él desde ese instante (agasajos
académicos, reconocimiento internacional y aplausos generalizados; aunque
también mezquindades, acusaciones de expolio y presiones políticas) late en el
corazón del egiptólogo un misterio terrible: ha descubierto un ostracon donde
aparecen un dibujo y unos jeroglíficos que, en su opinión, contienen la
información necesaria para descubrir una tumba mucho más importante. El
problema es que el gobernador egipcio de la zona (el corrupto y avaricioso
Jehir Bey) no se muestra dispuesto a permitir que Carter amplíe su leyenda con
otro descubrimiento; ni se resigna tampoco a perder las valiosas reliquias que
esa hipotética tumba podría contener, y que le reportarían pingües beneficios.
En otro
plano narrativo (que se desarrolla en capítulos independientes y alternos)
somos transportados a la época de Tutankhamón, y asistimos a las sucias
maniobras de los representantes del clero, que se obstinan en poner trabas para
que el joven gobernante no pueda cumplir su sueño secreto: traer los restos de
su progenitor (Akhenatón, que siempre ha sido considerado un hereje por la
clase sacerdotal egipcia) desde el lugar indigno donde se encuentran
depositados, para que por fin reposen donde siempre debieron estar: en una
tumba secreta del Valle de los Reyes. Contando con pocos aliados fiables, y teniendo
enfrente la oposición inescrupulosa de los religiosos de Amón, el joven y débil
soberano tendrá que usar la astucia para conseguir sus propósitos.
Nacho
Ares consigue en La tumba perdida una
obra muy bien urdida, espléndidamente documentada y que maneja sin excesos los
resortes de la novela histórica y de aventuras. El único elemento discutible de
la misma es más bien de orden verbal: resulta un poco incongruente que
personajes no castellanos (un egipcio del siglo XIV a.C. y un inglés de la
segunda década del siglo XX d.C.) utilicen expresiones castizas e incluso
refranes para comunicarse con las personas de su entorno. Así, por ejemplo, nos
encontramos a Tutankhamón diciendo que «El que calla, otorga» (p.260); o a
Howard Carter afirmando que «ojos que no ven, corazón que no siente» (p.303).
Pero es una mácula tan pequeña que no enturbia en modo alguno la valía de esta
obra. Léanla y, además de disfrutar con la lectura, aprenderán mucho sobre el
Egipto de los faraones.
1 comentario:
Gobernadores corruptos, en zonas orientales y en zonas ibéricas. Apuntado.
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