martes, 24 de abril de 2012

La tumba perdida



Todos hemos escuchado alguna vez anécdotas, historias o episodios más o menos impactantes acerca de la tumba del faraón Tutankhamón. Sabemos que el 4 de noviembre de 1922, el egiptólogo británico Howard Carter (un hombre cuya preparación profesional no era quizá la más ortodoxa o completa) descubrió en el Valle de los Reyes la que actualmente se conoce como tumba KV62; es decir, el lugar donde reposaban los restos de Tutankhamón, el Faraón Niño. Para sorpresa de todos los investigadores, la tumba no había sido violada con anterioridad, y por tanto contenía todos sus tesoros y momias intactos. De hecho, cuando Howard Carter introdujo su cara en la cámara y se le preguntó que si veía algo, respondió que estaba contemplando «cosas maravillosas». Y, casi con carácter inmediato, se comenzó a extender la noticia de que caería una maldición sobre aquellas personas que habían profanado el descanso eterno del faraón. Leyenda que, por cierto, se consolidó muy pronto cuando, apenas unas semanas después, murió en extrañas circunstancias quien había financiado las excavaciones: George Herbert, quinto conde de Carnarvon. Los amigos de las profecías macabras no tuvieron jamás en cuenta que Howard Carter sobrevivió dieciséis años a la apertura de la tumba, o que la hija de lord Carnarvon, que participó del descubrimiento, no murió hasta el año 1980, convertida en una venerable anciana.
El leonés Nacho Ares, colaborador de varios programas de televisión y radio, director de revistas arqueológicas, viajero y enamorado del Antiguo Egipto, nos ofrece ahora una novela fascinante sobre el mundo de Tutankhamón, con el título de La tumba perdida. La edita con primor el sello Grijalbo. Su propuesta no puede ser más interesante ni más llena de hechizo. Desde que abrimos sus páginas estamos en noviembre de 1922, bajo el sol asfixiante del Valle de los Reyes, y vemos cómo el eximio Howard Carter accede por fin al interior de la cámara funeraria del faraón. Pero por debajo del torbellino que se desata en torno a él desde ese instante (agasajos académicos, reconocimiento internacional y aplausos generalizados; aunque también mezquindades, acusaciones de expolio y presiones políticas) late en el corazón del egiptólogo un misterio terrible: ha descubierto un ostracon donde aparecen un dibujo y unos jeroglíficos que, en su opinión, contienen la información necesaria para descubrir una tumba mucho más importante. El problema es que el gobernador egipcio de la zona (el corrupto y avaricioso Jehir Bey) no se muestra dispuesto a permitir que Carter amplíe su leyenda con otro descubrimiento; ni se resigna tampoco a perder las valiosas reliquias que esa hipotética tumba podría contener, y que le reportarían pingües beneficios.
En otro plano narrativo (que se desarrolla en capítulos independientes y alternos) somos transportados a la época de Tutankhamón, y asistimos a las sucias maniobras de los representantes del clero, que se obstinan en poner trabas para que el joven gobernante no pueda cumplir su sueño secreto: traer los restos de su progenitor (Akhenatón, que siempre ha sido considerado un hereje por la clase sacerdotal egipcia) desde el lugar indigno donde se encuentran depositados, para que por fin reposen donde siempre debieron estar: en una tumba secreta del Valle de los Reyes. Contando con pocos aliados fiables, y teniendo enfrente la oposición inescrupulosa de los religiosos de Amón, el joven y débil soberano tendrá que usar la astucia para conseguir sus propósitos.
Nacho Ares consigue en La tumba perdida una obra muy bien urdida, espléndidamente documentada y que maneja sin excesos los resortes de la novela histórica y de aventuras. El único elemento discutible de la misma es más bien de orden verbal: resulta un poco incongruente que personajes no castellanos (un egipcio del siglo XIV a.C. y un inglés de la segunda década del siglo XX d.C.) utilicen expresiones castizas e incluso refranes para comunicarse con las personas de su entorno. Así, por ejemplo, nos encontramos a Tutankhamón diciendo que «El que calla, otorga» (p.260); o a Howard Carter afirmando que «ojos que no ven, corazón que no siente» (p.303). Pero es una mácula tan pequeña que no enturbia en modo alguno la valía de esta obra. Léanla y, además de disfrutar con la lectura, aprenderán mucho sobre el Egipto de los faraones.

1 comentario:

supersalvajuan dijo...

Gobernadores corruptos, en zonas orientales y en zonas ibéricas. Apuntado.