Hay territorios en los que no se puede entrar, por más que se pretenda (Kafka nos lo demostró con la historia de su agrimensor); y también espacios que, de una forma invisible pero inquebrantable, aherrojan a quienes en ellos penetran y no les permiten la huida. Hans, el protagonista de esta novela, lo notará pronto: una vez que pone sus pies en Wanbernburgo ya no hay forma de que pueda salir de allí. Y serán dos los motivos principales para esta poderosa adherencia emocional: el organillero (un misterioso anciano de extraña sabiduría, que se gana la vida tocando su instrumento junto a un perro llamado Franz y que habita en una cueva misérrima) y Sophie (una chica de la buena sociedad wandernburguesa, aficionada a la lectura, políglota, de ideas feministas bastante adelantadas a su tiempo y mantenedora de un salón donde los viernes se discuten ideas políticas, culturales y sociales). Sumemos a ese trío de protagonistas otros no menos interesantes, como el señor Gottlieb (padre de Sophie), Rudi Wilderhaus (el prometido de la muchacha), Álvaro (un español que ha preferido el exilio antes que la deleznable situación política de su país), el profesor Mietter (intelectual de gran peso en la localidad, que discute con Hans en el salón de los Gottlieb) y algunos otros que el lector va descubriendo durante la lectura... Andrés Neuman nos instala así en un espacio peculiar del siglo XIX, situado entre Sajonia y Prusia, que resulta descrito con una bellísima prosa, donde lirismo y narración se abrazan con eficacia. Destacar en ese torrente de aciertos unos pocos (esta o aquella virtud) se antoja un ejercicio de reduccionismo en modo alguno razonable, pero me gustaría llamar la atención especialmente sobre las escenas contrapuntísticas: así, por ejemplo, esa secuencia en que una oveja está a punto de ser esquilada, mientras una chica sufre una violación (pp. 261-263); o la forma delicada en que Hans y Sophie debaten sobre los matices de un poema de Keats, mientras se van desnudando para hacer el amor (pp. 309-310). Pero es que si nos detenemos en los primores puramente literarios de la pieza, la lista puede volverse interminable: a Hans “le corrían por la espalda anguilas de sudor” (p.245); “la luz saltó de golpe, como impulsada por una pértiga” (p.267); en una plaza brilla “un sol rectangular” (p.287); las mujeres “paseaban el color de sus vestidos” (p.311); al salir de una boda, los granos de arroz están “dispersos en la escalinata como un jeroglífico” (p.350). ¿Será necesario aducir más ejemplos? Los degustadores de lo puramente literario recibirán en estas páginas una elevada dosis de belleza; los interesados en la profundidad de pensamiento encontrarán también materiales sobrados en las charlas (quizá demasiado densas: es el único reproche relativo que se me ocurre formular) del salón de los Gottlieb; y los interesados en lo ‘novelesco’ se sentirán arrastrados por la historia del misterioso personaje que va violando mujeres por las calles de Wandernburgo, en escenas tan espeluznantes como bien descritas... Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) no sólo ha demostrado en El viajero del siglo su fortaleza en la extensión, sino también en la intensión. Un poderoso reto narrativo y literario del que sale notoriamente musculado. El premio Alfaguara vuelve a acertar eligiendo ganador.
3 comentarios:
NO me hablaes de águilas de sudor, que ya llega el verano.
Lo de George Bailey era peor. Él tampoco podía salir de Bedford Falls. Pero a diferencia de Hans, ni siquiera había viajado hasta allí; se había limitado a nacer en el mismo pueblo que le tenía encerrado
Qué bello era Frank Capra
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