Nunca me han importado las cifras de
venta que alcanza un libro, porque es un dato que, ostensiblemente, se
encuentra fuera de lo literario. El hecho de que Veinte poemas de amor y una
canción desesperada haya vendido millones de copias no le resta calidad al
volumen (ni tampoco se la añade). A mí las obras me gusta juzgarlas por mí
mismo, y no con un informe económico al lado. Si me logran emocionar, o
cautivar, aplaudo; y si no, pues abucheo, que para eso he pagado el tomo y gozo
de libertad de expresión. Así de transparente. Aclarada esa premisa puedo
afirmar sin ningún tipo de rubor que uno de los best-sellers que más me ha
seducido en las últimas décadas es, sin ninguna duda, El ocho, de Katherine Neville. Ahora, la editorial Plaza & Janés,
merced a la traducción conjunta de Ana Alcaina, Laura Manero, Laura Martín de
Dios y Nuria Salinas, nos entrega a los lectores la muy esperada continuación
de la novela, con el título de El fuego,
y la pregunta es inmediata: ¿mantiene Neville el alto nivel que marcara en su
anterior producción? ¿Logra idénticos objetivos a los cosechados con El ocho?
Sinceramente,
creo que no... Pero ojo: El fuego sigue siendo una novela de gran valía, donde
la emoción, la documentación, los giros argumentales, los tipos psicológicos y
la peripecia que la autora construye están muy bien. Aparecen en sus páginas
menciones a Lord Byron, Napoleón, Geber, Carlomagno, Ibn al-Arabi, la guerra de
Irak del año 2003, la cocina vasca, el ajedrez, etc, y lo mezcla todo con
explosiva efectividad. ¿Dónde está pues la gran diferencia con El ocho? Yo diría que en dos frentes
fundamentales: el primero es la pérdida de la sorpresa (los procedimientos se
geminan como si Neville empleara el antiguo papel carbónico. Ha ideado un
cliché y se niega a abandonar sus carriles) y el segundo es el abuso de las
preguntas transferibles (llamaré así a las interrogaciones que los personajes
se formulan a sí mismos, y que no tienen otra misión que la de despertar los
mismos interrogantes en la mente de los lectores. Una especie de preguntas
retóricas ‘inducidas’).
Salvados esos
escollos, convendremos en que la novela despliega un alto poder de seducción;
que sus ambientaciones históricas son tan detallistas que se ganan sin
problemas el aplauso de los lectores; que la autora consigue en casi todas sus
páginas intrigarnos, removernos y azuzar nuestra curiosidad por los misterios
del anonadante ajedrez de Montglane; y que Alexandra Solarin tiene el brío
novelesco de su madre, Catherine Velis, la protagonista de la anterior entrega.
Es un conjunto de riquezas suficiente para animarnos a que abramos la última
obra de esta «versión femenina de Humberto Eco», como se rotula con despiste
tipográfico en la página 542. El fuego les llenará muchas horas de placer
literario. Sumérjanse en él y es probable que no se arrepientan.
2 comentarios:
Si seduce tanto como el Ocho, me la apunto para el verano. Y si hay que resucitar a Napoleón, se resucita.
Se añoran esas crítica en el periódico, de verdad. Un saludo.
Aqui no puedo seguirte, amigo Rubén. Me niego. Usted perdone mi desvarío, pero es que me queda poco tiempo de vida, presumiblemente, dada mi edad, tengo ya más por detrás que por delante, y no te puedes imaginar las cosas que me gustaría leer antes de morirme y que posiblemente no alcance. Así que, después de leer todo Dumas y toda Agataha Christie de niña y jovencita, la literatura alquímica ya no me tienta. Las únicas concesiones, aquellos libros que luego pueda recomendar a mis pequeñajos. Lo demás, todo lo demás, es mío. Lee tú esto, que eres más joven y tienes más vida por delante que por detrás. Yo, a las relecturas y a otras cosas.
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