Disponemos
en España de pocos genios literarios vivos. Existen, sí, varios escritores
prodigiosos (Manuel Rivas, Juan Marsé, Quim Monzó); pero genios, lo que se dice
genios, sólo disponemos, en mi opinión, de dos: Antonio Muñoz Molina y Juan
Manuel de Prada. Y ambos, curiosamente, publican con el sello Seix Barral.
Ahora,
el jienense Muñoz Molina ve publicado con esa misma editorial su breve obra
Días de diario, un cuaderno de bitácora mínimo, humilde, delicioso en su
desnudez retórica, donde nos va dando cuenta de cuatro meses en la vida del
autor. Cuatro meses (desde julio hasta noviembre de 2005) en los que el
narrador andaluz y su esposa, la también novelista Elvira Lindo, estuvieron en
la ciudad de Nueva York, escribiendo, paseando, empapándose de otra cultura,
otro clima y otras amistades; cuatro meses donde no les pasó nada excepcional,
salvo el mero milagro de vivir, de componer sus obras, de charlar sobre mil y
un temas, de añorar a la familia, de respirar otra atmósfera.
Todo
este volumen tiene la tibieza humana de un álbum de fotografías: su madre (a la
que llama por teléfono con cierta languidez), su padre recién fallecido, sus
hijos, las noticias que lo perturban (como las que rodean al terrible huracán
Katrina), los paisajes y sus colores, los restaurantes que van descubriendo,
algunas consideraciones pedagógicas de gran interés («Siempre he pensado que a
los hijos hay que exponerlos a las obras maestras del arte, igual que al aire
saludable y al sol», p.62); reflexiones serenamente lúcidas sobre cuestiones
sociales («La política crea conflictos donde no existían y agrava los ya
existentes en lugar de resolverlos. Véase la alarmante actualidad española. La
política, en países como España, es echar sal en las heridas y gasolina en el
fuego, y encender hogueras donde no las había. El presente inquieta más cuando
se piensa en lo que fue el pasado», p.54)… Y, de fondo, la gestación del libro
El viento de la Luna, que tiene al autor ocupado y preocupado («Me da mucho
miedo pensar que la novela no salga bien, porque en estos tiempos creo que es
imprescindible y urgente para mí terminar una buena novela. Vital para mi buen
nombre y para mi confianza en mí mismo, tan debilitada últimamente», p.9).
Para
todos aquellos que, engañados por las dimensiones del volumen, puedan deducir
que nos encontramos ante una obra menor de Antonio Muñoz Molina, convendría
recordar la prudente advertencia del arcipreste de Hita acerca de las virtudes
de lo pequeño: en una diminuta colección de páginas honestas y bien trazadas
puede haber más belleza que en un mamotreto de medio millar de folios. Aquí,
estén ustedes seguros, ocurre de ese modo.