viernes, 25 de marzo de 2016

La muerte como efecto secundario



Ernesto vive en la Argentina del futuro, un país que ha llegado a un extraño nivel de deshumanización en el que proliferan las bandas armadas por las calles y en el que el Estado asume unas competencias que antes pertenecían al ámbito privado, como la decisión de internar obligatoriamente a los ancianos en unos centros llamados “Casas de Recuperación”.
Su profesión es la de maquillador, lo que no le impide aceptar ocasionalmente un peregrino trabajo como guionista cinematográfico que le propone el excéntrico y acaudalado Goransky.
Las personas que constituyen su núcleo familiar y emocional son tan variadas como conflictivas: un padre con el que mantiene relaciones tensas y por el que alimenta un odio que hasta el final de la novela no alcanzamos a entender en su integridad; una madre que está perdiendo el uso de la razón, y que apenas logra reconocer a sus seres queridos; una mujer llamada Margot, con la que mantiene una relación no demasiado fogosa, pero que se termina de oxidar cuando ella le es infiel delante de sus narices; una hermana llamada Cora con la que tampoco termina de llevarse bien… Y, sobre todo, una mujer anónima y casada que fue su amante y a la que dirige este discurso narrativo una vez que ya no se encuentran juntos. Ernesto la sigue amando, pero algo los separó de forma insuperable y él no ha conseguido superar el trauma.
Con estos mimbres, Ana María Shua nos entrega una novela que produce desasosiego, en la que nos encontramos con un transexual llamado Sandy Bell, un colectivo de ancianos que han decidido vivir en libertad al margen del Sistema (y que se aprovisionan de armas para mantener su reducto inviolado), enfermeras que no dudan en matar cuando lo creen necesario y un Estado tan represivo como inquietante. Al final, como en un juego de prestidigitación, será Ernesto quien nos haga entender por qué está escribiendo estas páginas y qué pretende con ellas.

Fascinante.

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