jueves, 3 de julio de 2014

La extraña



Una de las asociaciones verbales más dolorosas que puedan existir es la que proviene de enlazar las palabras cáncer y mamá. Así que sumergirse en un libro como La extraña, de Elisabetta Rasy (traducido por Pepa Linares), supone una experiencia durísima en la que lo literario, lo psicológico y lo personal se abrazan con tanta energía que es imposible no conmoverse o sentirse golpeado. Y lo es desde el principio, porque la frase con la que se abre el volumen es tan brutal como clarificadora: “No es fácil relacionarse con una persona que se está muriendo, ni para el que muere lo es relacionarse consigo mismo”. La historia que nos cuenta la narradora es descarnada, sencilla, elemental, firme: su madre, de 81 años, ha comenzado a derrumbarse en su lucha contra la enfermedad. Ha perdido el apetito. Ha dejado de cuidar su ropa o sus uñas. Acoge con muy mal humor la presencia de cuidadoras en su hogar. Odia los espejos y se niega a contemplarse en sus láminas delatoras. Se resiste a seguir los tratamientos que le prescriben. Confía más en la sonrisa de los médicos que en su eficacia como profesionales... En suma, se va aislando del mundo que la rodea para proceder a su disolución. Por eso su hija se siente fuera, incapaz de ayudarla de un modo satisfactorio (“Era una extracomunitaria sin permiso de residencia en el país hostil de la enfermedad”, p.33). Y va viendo con amargura y con consternación cómo la anciana se vuelve irritable, se siente defraudada, se hunde en el légamo del abandono. Le resulta difícil reconocer “a ese mutante que ya no era mi madre” (p.62), la cual se encuentra chapoteando “en el desolado territorio que hay entre la vida y la muerte” (p.96).

Escrita con un lenguaje tan asequible como seductor, esta novela de Elisabetta Rasy consigue instalar a los lectores en el centro mismo del desasosiego y les hace sentirse narradores y protagonistas. El único defecto (menor, quizá) que  puede señalarse a este libro son los laísmos que lo afean, los cuales chirrían en un texto que recibió una beca en la Casa del Traductor de Tarazona (“La sonreía siempre”, p.34; “Yo la grité”, p.114). Por lo demás, memorable.

No hay comentarios: