domingo, 6 de julio de 2014

Ciudades Jirón



Que el primer libro de poesía editado por un autor sea bueno y contenga textos memorables supone una alegría. Que el segundo ratifique y amplíe esa sensación es milagrosamente hermoso. Es lo que ocurre, desde mi punto de vista, con el poeta Alberto Caride (Alcantarilla, 1982), de quien leí con satisfacción su Narciso despeinado (2012) y de quien ahora he devorado con asombro su volumen Ciudades Jirón (2014), editado por Lastura con prólogo de Raquel Lanseros.
Ataviado con maduros ropajes de poeta, Alberto Caride explica a quien le quiera leer y escuchar que la vida, toda vida, es una búsqueda incesante y llena de zozobras, en la cual «solo queda ir tropezando cada vez menos / en las mismas piedras / hasta tener el mapa del fracaso bien aprendido», pero que en ocasiones el descubrimiento de ciertas luces basta para redimirnos de ese légamo gris del que muchos no logran emerger («Has probado la belleza. / No todo el mundo sabe de ella»). Al final, cuando nos encuentre la muerte, cuando nos atrape con su red implacable y se cebe sobre nuestro corazón, quedará al menos la certidumbre de habernos entregado a través de nuestras palabras, que es lo que a la postre importa y queda («Un día ha de morir el poeta, / y no podrá cantar ya la quimera / de los días, aunque recuerde / los miles de versos que ha sido»). La visión final que queda de este poemario está teñida por el dolor, la decepción y la amargura, pero esto solamente indica, a mi entender, que Alberto Caride ha alcanzado ya un nivel de madurez humana lo suficientemente alto como para darse cuenta de que, por decirlo con el argentino Julio Cortázar, vamos derechos hacia un montón de fósforos quemados. El poeta murciano lo dice con otras palabras, aunque el espíritu sea el mismo: «La vida como una eme indefinida, / como un camino entre dos verdades exactas / construido de engaños». O un poco más adelante: «Solo soy tiempo que se gasta».
Pero quedan las ventanas, esas fuentes de oxígeno con las que abrirse a otra dimensión, con las que descubrir grutas de seda en las que refugiarse. Una de esas ventanas esperanzadoras es el amor, que resulta consignado aquí en una multitud de imágenes distintas, como los besos («Solo un beso, / y la vida fue eso en un instante, / y la vida es eso eternamente») o la capacidad de irradiar emoción a otras personas («Dar calor / es una propiedad de los cuerpos vivos y de la poesía»). Dentro de esos poemas dedicados al amor hay dos que me han parecido especialmente hermosos: el titulado “Peep Show” (donde aparecen Inma y la barra del café murciano Zalacaín) y el que cierre la obra, con el rótulo de “Todas las mujeres de mi vida se mueren por ser tú en este momento”, una bellísima declaración de amor, melancolía y tibia venganza contra las torpes predecesoras de su actual amada.

Me dice Alfonso Martínez Martínez, mi librero, que yo he sido la primera persona en adquirir esta obra en su local. No sé si será cierto, pero me alegra que me lo diga. También fui una de las primeras personas en comprar la anterior. Seguro que también haré lo mismo con la tercera.

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